
Por Enrique Castillo, periodista.
Luego de un par de meses de expectativas que subieron tan raudas como inesperadas, básicamente por el manejo efectista que hizo José Jerí al llegar a Palacio de Gobierno, las cosas van tomando un aspecto de “normalidad”.
La realidad, que sabe poco de generosidad, apariencias y de efectismos, va dejando atrás los entusiasmos iniciales posboluarte, y vuelve, en unos casos paulatinamente y en otros con cruda rapidez, a esa situación en la que nuestros más graves problemas forman ya parte de un escenario cotidiano que no podemos eludir, por ahora.
La aprobación de José Jerí, según las tres últimas encuestas, va bajando lentamente (en unos casos, tres puntos y en otros cinco o más), como consecuencia de una notoria, pero poco estridente, decepción de la ciudadanía ante esa brecha que se hace cada día más visible entre las promesas o los gestos mediáticos y los resultados.
Los asesinatos diarios y el sello imborrable de la delincuencia en Lima y en muchas otras regiones nos recuerdan cada día que, a pesar de declarar en emergencia casi todo (Lima, algunas regiones, las fronteras, el INPE, etc.) y de anuncios grandilocuentes (el 50 % de los policías estarán uniformados y el otro 50 % estará sin uniforme, mimetizado con la población), ahora estamos pasando de “de la defensiva a la ofensiva” a decir que no perderemos ni ganaremos la lucha contra la delincuencia y que se preparará la estrategia para que recién el próximo gobierno le haga frente.
Seguimos en las eternas descoordinaciones y en la disputa de responsabilidades, como en el caso de Beca 18; en los nombramientos cuestionados y en los poco efectivos e inmediatos reemplazos, como en el caso de Petroperú; en la consolidación de la fuerza de la informalidad, como en la ampliación por un año más del Reinfo; o en la fuerte influencia del Congreso sobre el Ejecutivo, puesta de manifiesto en decisiones que no se observan, a pesar de que se amenaza con hacerlo.
Los gestos iniciales se van desvaneciendo y el efectismo ya no genera el impacto de los primeros días. La máquina va perdiendo fuerza y se va desacelerando. Los problemas diarios y la realidad van desplazando a las estrategias de “marketing” y van ganando espacio en los titulares y las redes.
Es una vuelta a la “normalidad” que nos rigió durante los últimos años y que se ve reflejada también en lo que vemos del proceso electoral en marcha. Porque no solo es la proliferación de candidaturas y los arreglos de última hora, sino también las disputas oscuras internas que destruyen partidos políticos, como en el caso de Acción Popular, así como la improvisación que lleva a algunos partidos a presentarse a un proceso electoral nacional con listas incompletas, dejando sin representación a varias regiones del país y llenando las listas a última hora con nombres que, si son elegidos, garantizan que, una vez más, habrá un Congreso que supere al anterior en lo malo.
Y esto no es percepción solo nuestra: nos acompaña casi la mitad del país, que en las encuestas expresa su desconfianza hacia todos los candidatos y agrupaciones políticas y señala querer votar por otro rostro nuevo. Lo lamentable es que ya no hay oportunidad de que llegue ese “otro”. Las cartas ya están jugadas y las candidaturas ya están inscritas, y lo que podría pasar, más bien, es que se eliminen algunas de estas por no cumplir con los requisitos o por tachas que puedan ser aceptadas.
No hay, por tanto, espacio ni oportunidad para un “outsider”. Todo se jugará “solo” entre las 36 candidaturas inscritas. Por lo que, esa mitad del país tendrá que optar por, según los encuestados, “el menos malo”, el que menos desconfianza les genere. Otro rasgo de esa “normalidad” que nos ha acompañado durante los últimos procesos electorales, en los que nos hemos tenido que contentar con “el menos malo”.
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Quedan en realidad tres meses: enero, febrero y marzo para una gestión gubernamental y para una campaña electoral que uno esperaría que sean intensas, tanto en la decisión y la acción como en el debate político y en planteamientos serios y realistas.
Ambas partes, Gobierno y candidatos, deben salir y sacarnos de esa “normalidad” en la que ya han caído y en las que nos están arrastrando. No deben dejar que esa expectativa positiva que se produjo luego de la caída de Boluarte, se convierta en desazón y decepción. De lo contrario, tendrán una grave responsabilidad de cara al futuro del país.







