
Ambos hombres han sido acusados de ayudar a introducir drogas de contrabando desde Venezuela hasta Estados Unidos, y sus acusaciones estadounidenses refuerzan en su mayor parte los mismos cargos con la misma mención de embarcaciones de alta velocidad, pistas de aterrizaje clandestinas, sobornos, ametralladoras y cocaína por toneladas. A Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, se le acusa de haber “participado en una conspiración narcoterrorista corrupta y violenta”, y a Juan Orlando Hernández, expresidente de Honduras, de haber “participado en una conspiración de narcotráfico corrupta y violenta”.
Pero hay grandes diferencias. Maduro no ha sido juzgado, mientras que a Hernández, tras ser extraditado por Honduras, lo condenó el año pasado un jurado estadounidense y lo sentenció un juez estadounidense a 45 años de prisión. Además, el 2 de diciembre, Hernández salió de una prisión de alta seguridad en Virginia Occidental como un hombre libre gracias a un indulto de Donald Trump, aun cuando el presidente concentraba fuerzas estadounidenses en el Caribe para expulsar a Maduro del poder.
La cosa se pone más extraña. Parte de la preocupación declarada de Trump por Hernández es que se trata de un expresidente, por lo que su enjuiciamiento exitoso significa que “podrían hacerle esto a cualquier presidente”, una susceptibilidad que uno podría esperar que sea aún más aguda con respecto a un presidente en funciones, como Maduro.
Trump dijo además que creía que la condena de Hernández era un “montaje” del gobierno de su predecesor, Joe Biden. Pero gran parte de la investigación sobre Hernández se llevó a cabo durante el primer mandato de Trump con la ayuda del mismo hombre que ayudó a llevar a cabo la acusación contra Maduro: Emil Bove III, más tarde abogado defensor de Trump. Durante un juicio relacionado, Bove dijo que una ametralladora con el nombre de Hernández era la “encarnación de lo que es el narcotráfico patrocinado por el Estado”.
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¿Cómo puede Trump ser tan duro con las drogas como para autorizar el asesinato de presuntos narcotraficantes en el mar sin presentar ninguna prueba, y a la vez tan indulgente como para absolver a Hernández, cuando el sistema judicial estadounidense acumuló tantas pruebas contra él?
Este es el episodio más reciente de la desconcertante aplicación por parte de Trump de la Doctrina Monroe, la política que data del siglo XIX por la que Estados Unidos reivindicó su influencia sobre el hemisferio occidental. Durante el gobierno de Barack Obama, el secretario de Estado John Kerry declaró que la Doctrina Monroe había desaparecido, y afirmó que se habían acabado los días en los que Estados Unidos intervenía en los asuntos de sus vecinos en lugar de tratarlos como iguales.
Pero, a pesar de su propio desdén declarado por el intervencionismo, Trump revivió la doctrina durante su primer mandato, por razones que tienen sentido para su política exterior. Si uno de los objetivos de la agenda de “Estados Unidos primero” es administrar con cuidado recursos y retirarse de gran parte del mundo, entonces resulta lógica una estrategia de “Estados Unidos primero” que maximice la influencia de Estados Unidos en su región de origen, al tiempo que asegura sus fronteras contra los inmigrantes indocumentados y las drogas ilegales.
Lo que tiene menos sentido es cómo Trump lo está llevando a cabo, recortando de manera drástica la ayuda a la región, gravando las importaciones procedentes de ella e invocando erráticamente el Estado de derecho. Amenazar con anexionarse Canadá o el Canal de Panamá e imponer aranceles a Brasil por la persecución de un amigo suyo son medidas que, a largo plazo, mejorarán las relaciones de China con los vecinos de Estados Unidos que las suyas propias. Las tácticas de Trump para interceptar las drogas están resultando igual de desconcertantes, si no una forma de autosabotaje.
Trump revocó hace poco una de sus sanciones regionales más tontas, los aranceles sobre productos, como el café y los plátanos, para los que Estados Unidos no puede esperar satisfacer su propia demanda. Aunque ha creado una influencia diplomática real, no parece interesado en usarla para desarrollar los tipos de cadenas de suministro regionales que servirían a Estados Unidos y afirmarían su primacía al tiempo que beneficiarían al continente americano en su conjunto.
Ricardo Zúñiga, ex subsecretario de Estado adjunto para el Hemisferio Occidental, señaló: “Ha habido mucho castigo. ¿Cuál es la recompensa? En la región”, añadió, “los países no han visto una claridad y un plan económico definido por parte de Estados Unidos. Pero todos quieren uno y lo esperan”.
Como gran parte de su enfoque hacia la región, el indulto de Trump a Hernández, que conmocionó incluso a personas que apoyan el agresivo enfoque del presidente hacia la clemencia, parece más impulsivo que estratégico. Trump no presentó ninguna prueba de que la justicia estadounidense hubiera fallado, y se limitó a decir que “muchos amigos” o “mucha gente a la que respeto mucho” o “mucha gente de Honduras” consideraban que el indulto estaba justificado. Anunció su plan justo antes de que Honduras celebrara elecciones presidenciales el 30 de noviembre, al parecer con la idea de que el indulto impulsaría a su favorito, Nasry Asfura, un conservador. Pero Hernández es tan poco popular que incluso Asfura se apresuró a subrayar que no tienen “ningún vínculo”.
A casa para las fiestas
Trump también advirtió que retiraría la ayuda a Honduras si Asfura no ganaba. Con la mayor parte de los votos escrutados hasta el 3 de diciembre, Asfura iba por detrás de Salvador Nasralla, del Partido Liberal de centro-derecha, un candidato firmemente proestadounidense al que Trump, sin embargo, ha calificado de “comunista al límite”.
Trump amenazó en las redes sociales, mientras Asfura se quedaba rezagado en el recuento, con un “infierno por pagar” si perdía, y afirmó que Honduras estaba falsificando el resultado, sin aportar ninguna prueba.
Sin embargo, los hondureños preocupados por la falta de principios del presidente estadounidense respecto a la justicia o las pruebas pueden alegrarse de su feroz compromiso con el Estado de derecho en otro caso.
Hace poco, los agentes de inmigración localizaron a Any Lucía López Belloza, una estudiante de primer año de 19 años que estudiaba negocios en el Babson College, cuando intentaba volar de Boston a Texas para sorprender a su familia en Acción de Gracias. La deportaron a Honduras, país del que había huido con su familia a los siete años.









