Fernando Gonzales-Lattini necesitó cuatro años de cosechas fallidas para poder producir vino a 2.850 metros sobre el nivel del mar, en la cima de una remota montaña con vistas a cultivos de maíz y papa en los Andes peruanos.
Sus vides fueron devastadas por hongos, lo que lo obligó a comprar nuevas y volver a plantarlas. El intento de elaborar uno de los vinos de mayor altitud del mundo también tuvo un costo para su familia. Insatisfechos con la calidad de la educación en la empobrecida región rural, decidieron que su esposa estadounidense se llevara a sus dos hijos a Estados Unidos y los matriculara en una escuela allá.
Pero cuando Gonzales-Lattini produjo sus primeros lotes de sauvignon blanc, cabernet sauvignon y sangiovese en 2017, rápidamente apareció un comprador crucial. Desde entonces, casi todas las botellas que ha elaborado se las ha vendido al mejor restaurante del mundo: Central, en la capital peruana de Lima.
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“Siempre hemos tenido algunos problemas”, dice González-Lattini desde Apu Winery, donde ahora vive solo, mientras reflexiona sobre lo que hizo falta para tener éxito. “Llegamos a la conclusión que para evitar el hongo teníamos que invertir la cosecha”. Su viñedo es uno de los pocos del mundo en que la vendimia se realiza en invierno.
Es un capricho de la geografía, como los que ayudaron a la comida peruana a alcanzar los niveles más altos de la cocina de élite. El tradicional ceviche ha dado paso a menús cada vez más sofisticados, posibles gracias a la diversidad de terrenos del país. En la actualidad, Lima cuenta con cuatro restaurantes en la lista de los más selectos de World’s 50 Best, más que ninguna otra ciudad.
Sin embargo, la viticultura peruana no ha evolucionado de la misma manera.
Aunque Perú fue el mayor productor de vino de América bajo el dominio español, hace mucho tiempo que fue superado por Chile y Argentina, que producen unas 15 veces más al año en climas más templados que tropicales. Los viñedos peruanos —entre los más antiguos del hemisferio, plantados hacia 1540— han dado paso a una forma más mundana de la fruta: la uva de mesa.
España también impuso aranceles y restricciones al vino peruano a partir del siglo XVI. Esto disuadió su producción y propició el crecimiento del pisco, un apetecido aguardiente local a base de uva.
Pero una nueva ola de viticultura peruana podría cambiar el rumbo. Aún incipiente, está siendo fomentada por restaurantes como Central, que apuestan por los vinos de pequeñas partidas elaborados en condiciones extremas o con variedades de uva únicas.
“La gastronomía peruana está clamando por vino”, dice José Moquillaza, quien elabora vino a partir de uvas que tradicionalmente se utilizan para producir pisco. “Este es un país que se está redescubriendo a sí mismo como un país que hace vino, y el abanico de posibilidades adelante tuyo es inmenso”, afirma Pietra Possamai, viticultora de Bodega Murga, que también utiliza uvas para pisco.
Central ha sido fundamental en este resurgimiento del vino peruano, contribuyendo a potenciar el perfil de sus protagonistas. El restaurante compró la primera cosecha de vino quebranta de Moquillaza en 2013. Cuatro años después, compró el primer lote completo de Apu. Y ahora también sirve Murga como parte de su menú de degustación de US$530 con maridaje de bebidas.
“Nuestra meta es fortalecer nuestro menú de bebidas, y se entiende que en Central, nuestro menú es 100% sobre el Perú”, explica Diego Vásquez Luque, sommelier y director de bebidas del restaurante limeño y de su operación hermana Kjolle, ubicado en el lugar 28 del ranking mundial.
Los tres viticultores también recibieron el apoyo de uno de los críticos de vino más reconocidos del mundo. En una reciente visita a Perú, el célebre periodista y locutor británico Tim Atkin consideró uno de los vinos de Moquillaza como el mejor blanco del país, uno de Murga el mejor rosado y un Apu el mejor tinto.
“A la gente —no solo a los peruanos— le gusta la idea de que Perú haga vino, incluso si no tienen mucha idea de cómo sabe”, escribió Atkin en un informe sobre su viaje. “Mi corazonada es que está haciendo los mejores vinos de su historia, y vendrán muchos más”.
Si bien Central ha sido un comprador emblemático de vino peruano, hacer un negocio sustentable a partir de pequeños lotes es algo distinto.
Apu espera duplicar con creces su récord anual de 600 botellas este año y Moquillaza ha crecido a solo unos pocos miles de botellas anuales. Ninguna de las dos viñas ha obtenido ganancias todavía y a ambas les encantaría encontrar un socio comercial que pudiera ayudarlas a expandirse.
“Esto tiene que convertirse en un negocio rentable”, afirma Gonzales-Lattini. “Yo vendí mi casa para hacer esto, y todo lo que gané, todo, lo metí a Apu”.
Moquillaza fue titular del regulador nacional de valores antes de convertirse en pisquero. Ahora es más conocido por producir el pisco peruano más caro y posiblemente más prestigioso. Su nombre es Inquebrantable, un juego de palabras con el nombre de la uva.
“Yo siempre había escuchado de enólogos extranjeros que era imposible hacer vino de quebranta”, explica Moquillaza. Así que él y un socio se propusieron demostrar lo contrario, y estuvieron a punto de rendirse después del primer lote. “Cuando lo probamos dijimos rápidamente ‘¡efectivamente, no se puede hacer vino de quebranta!’”
Así fue hasta que el sommelier de Central lo probó y compró la mitad de su producción. Los productos de Moquillaza no son para todo el mundo. Además de tener un sabor diferente, los llamados vinos naturales, que tienen poca intervención química, pueden parecerse más a la cerveza, con colores que van desde un amarillo turbio hasta un naranja oscuro o marrón.
El principal viñedo de Moquillaza está en el desierto de Ica, el corazón de la viticultura colonial peruana y ahora el centro de una floreciente industria agroindustrial centrada en otros cultivos como arándanos, espárragos y uva de mesa. Su explotación es rústica y no utiliza electricidad; el objetivo de Moquillaza es elaborar vinos como “se hacía en los siglos XVII y XVIII”.
Condiciones difíciles
La temperatura durante el proceso de fermentación y envejecimiento, que normalmente se controla con precisión neurótica, depende del clima. Su bodega ni siquiera está bajo techo, sino elevada y protegida del sol con heno y plásticos que mantienen las barricas unos grados más frías. Lava las barricas con manguera cada dos días para sofocar el calor, un desafío para los viticultores tropicales que no hace más que intensificarse. La temporada de cultivo de este año se ha visto afectada por el fenómeno de El Niño, y se esperan más consecuencias de este patrón meteorológico para 2024.
En Bodega Murga, las uvas se cosecharon a principios de febrero debido al riesgo de lluvia, mientras que el calor y la humedad adicionales significaron una amenaza extra de hongos. “Uno de nuestros mejores amigos en el viñedo es el viento”, dice Possamai. “Pero este año, como el 80% del viento desapareció, el clima actúa como una estufa”.
Esas luchas de calor son las que atrajeron a Gonzales-Lattini a los Andes.
En Apu, las temperaturas fluctúan entre 25 °C durante el día y menos de 2 °C durante la noche. La zona carece de vínculos históricos con el cultivo de la vid, por lo que utiliza variedades tradicionales internacionales. Aunque la explotación es mucho más alta que la de Mendoza, Argentina, donde los vinos se elaboran a unos 1.500 metros sobre el nivel del mar, Apu está tan cerca del trópico que las temperaturas se mantienen durante todo el año.
El exbanquero Gonzales-Lattini es un enólogo novato. Pero Central ha demostrado ser un comprador formidable y espera llegar a las 1.500 botellas este año, todas destinadas al mismo restaurante.
“Central no quiere que nadie más tenga acceso a Apu”, dice, añadiendo que ese acuerdo tiene beneficios. “Eso puede llevar al negocio a un punto de equilibrio pronto, y podría tal vez hasta pagarme un salario”.
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