A tenor de los discursos del Presidente Biden y del Secretario de Estado Blinken, dos grandes líneas implícitas y una afirmación arriesgada articularán la política exterior del Presidente Biden. Aquéllas se refieren a la recuperación del baluarte idealista en la proyección externa norteamericana (el sustento valorativo) y a la radical corrección del rumbo perdido por Trump (la reinserción).
Si ello es fácil de entender, la afirmación presidencial de que entre política externa e interna no hay diferencia es de más difícil explicación. Especialmente cuando el Sr. Biden se refiere a una política exterior para las clases medias cuando ésta es más propia del Estado. Esa afirmación parece más referida a la pérdida de fundamentos económicos y al incremento de las desigualdades que Trump ha causado que a una predilección de política económica excluyente que el Presidente desea reconocer (al respecto, el Presidente ha afirmado que no suscribirá acuerdos de comercio que no favorezcan el empleo de sus conciudadanos).
De otro lado, la nula preocupación de Trump por el basamento normativo de la política exterior norteamericana ha llevado al Presidente a afirmar que lo que está en juego es la recuperación del “alma” de los Estados Unidos. Tal convicción implica un empeño tan dramático como es el riesgo de pérdida de la Nación entendida como comunidad. Ésta ha sido arriesgada por Trump a través de un conjunto de acciones externas meramente “transaccionales” (es decir, de negociaciones ad hoc sin base y sin rumbo) que, además de fragmentar aún más a la sociedad norteamericana, acarreó mayor incertidumbre al sistema internacional.
Los daños producidos están a la vista: con Trump Estados Unidos perdió más liderazgo que el corresponde al largo declive de la superpotencia (p.e., impulsando a su socio europeo a procurar mayor autonomía), erosionó considerablemente su legitimidad externa (reflejada en el demérito de su credibilidad) y desbancó la calidad subjetiva de su poder (el denominado “soft power” restándole influencia moral y cultural). La mayor parte de esos pasivos fueron generados por el torpe unilateralismo y por el desprecio ostensible de las instituciones diplomáticas propias (el financiamiento del Departamento de Estado cayó 23% sólo en el año fiscal 2020 –WSJ- mientras la reducción de personal -imputado de pertenecer al “deep state”- fue constante).
En lo que toca a la reinserción de los Estados Unidos en el sistema, los rápidos anuncios del Presidente sobre el retorno al acuerdo de París sobre cambio climático (Trump comunicó el retiro en 2017), a la OMS (el retiro se produjo en plena pandemia) y las seguridades dadas al Secretario General de la OTAN sobre el compromiso norteamericano con esa alianza dicen mucho de la necesidad de recuperación multilateral de los Estados Unidos. Y no sólo porque el Presidente considere que las amenazas globales sólo pueden enfrentarse comunitariamente (especialmente si éstas, como el cambio climático, se define como una “amenaza existencial”) sino porque la seguridad internacional depende del esfuerzo conjunto de Estados Unidos y sus aliados y socios.
En ese marco, la preocupación norteamericana por los regímenes y alianza internacionales no se limita a asegurar los específicos beneficios que éstos deben generar sino a fortalecer, quizás con visos de una reforma posterior, el sistema internacional liberal de la postguerra. Para que ello ocurra a partir del interés norteamericano debe basarse en una “posición de fuerza” para el trato multi y bilateral mediante la suma de poder de los aliados y socios bajo liderazgo norteamericano.
Ello es especialmente necesario frente a China y Rusia. La relación con estas potencias es de cooperación y competencia con diversas intensidades.
En relación a China, la competencia económica se mantendrá en todos los escenarios hasta que cuajen negociaciones que igualen, en lo posible, las capacidades de interacción suprimiendo las ventajas chinas que surgen de su pretensión de lograr un trato liberal mientras ella emplea medios mercantilistas (subsidios, licencias de importación, hurto de tecnología).
En el ámbito geopolítico Estados Unidos se opondrá al expansionismo chino a costa de aguas de sus vecinos en el mar de la China meridional en los estrechos y rutas marítimas y en aquellos escenarios de dominio que puedan surgir del proyecto Cinturón y Ruta de la Seda que tiene tanto de inversión estratégica como de infraestructura contaminante. La consolidación norteamericana de sus aliados del Pacífico (desde Australia hasta Corea del Sur y Japón) es esencial al respecto.
Con Rusia la dualidad cooperación- conflicto ya se ha manifestado. El Presidente Biden ha propuesto al Presidente Putin extender la vida útil del nuevo tratado SALT de limitación y control de armas nucleares con vista a negociar otro de similar propósito (lo que expresa la preocupación por la proliferación en potencias mayores y menores). Ello va en paralelo al reclamo por la vigencia de la democracia (la que será objeto de una cumbre en Estados Unidos) y los derechos humanos (el caso Navalny), por la interferencia rusa en las elecciones norteamericanas y por ciertos ciberataques que Trump prefirió no contestar.
En relación al Medio Oriente, el Presidente Biden ha señalado tres centros de interés. Con Irán ha enfatizado la intención norteamericana de reincorporarse al acuerdo para impedir el desarrollo de armas nucleares suscrito entre Irán y Francia, Reino Unido, Rusia, China, Alemania, la Unión Europea y Estados Unidos (y menospreciado por Trump) si es que Irán retoma el cumplimiento del mismo (incluyendo las inspectorías in situ). El propósito es lograr un nuevo acuerdo.
Con Arabia Saudita y Emiratos Árabes Estados Unidos mantendrá las garantías de seguridad al tiempo que dejará de proveerles de armamento de uso en el conflicto yemení cuya costo humanitario es insostenible.
Y en relación al conflicto palestino-israelí, Estados Unidos persistirá en la solución de dos Estados respetando el nuevo balance logrado por los acuerdos diplomáticos entre Israel y los países del Golfo y el traslado de la capital de Israel a Jerusalem.
A pesar de que al Presidente Biden se le considera un experto en América Latina (ha realizado una veintena de viajes al área) éste no ha desarrollado aún una política hemisférica. Su interés principal se concentra en gestionar mejor el grave problema migratorio. Ello comprende a México (que es su segundo socio comercial y un agente geopolítico principalísimo), pero especialmente a Guatemala, Honduras y El Salvador (el triángulo del norte centroamericano) a los que ayudará financieramente para mantener a sus ciudadanos dentro de sus fronteras.
Colombia, como el interlocutor suramericano más importante, recibirá apoyo para mantener el acuerdo de paz interna. En cambio, sobre Venezuela no hay claridad salvo el planteamiento de una salida pacífica y democrática mientras que la aproximación a Cuba es aún una incógnita cuya única certeza es el desacuerdo pleno con las políticas duras de Trump con la isla. Quizás sea tiempo para que los latinoamericanos presenten a Estados Unidas sus diversas listas de intereses.