Al parecer, la comunidad empresarial mexicana se asustó el mes pasado tras la incautación por parte de la Marina de 120 kilómetros de vía férrea en el estado de Veracruz, explotada en virtud de una concesión gubernamental por el Grupo México del multimillonario Germán Larrea.
La imagen de soldados camuflados rodeando un ferrocarril privado inevitablemente trae a la memoria el pasado militar y expropiador de América Latina, el tipo de imágenes que pueden hacer pasar un mal día a los banqueros de inversión de Wall Street.
Sin embargo, existe el riesgo de insuflar demasiada historia en lo que, una vez que el entusiasmo se apaga, es menos la expresión de una ideología de izquierda que una variación torpe de una táctica habitual desplegada por el presidente Andrés Manuel López Obrador al servicio de algún objetivo limitado e inmediato.
Si bien la demostración de fuerza para interrumpir este o aquel plan de negocios corporativo para promover algún objetivo gubernamental es una forma chapucera de hacer política, no estamos hablando de cuando Fidel Castro se apoderó de los activos cubanos de North American Sugar Industries. Sobre todo cuando una cosa que el presidente mexicano no ha hecho hasta ahora es impedir que las empresas —especialmente las grandes— ganen dinero. Y están ganando mucho.
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Por ejemplo, Grupo México Transportes, cuya parte del ferrocarril fue adquirida para servir a la visión de López Obrador de un ferrocarril a través del Istmo de Tehuantepec para conectar los océanos Atlántico y Pacífico y estimular el crecimiento económico en el empobrecido sur de México. En el primer trimestre del año, sus ingresos aumentaron casi un 8%, en comparación con los tres primeros meses de 2022.
Las ganancias antes de intereses, depreciación, impuestos y amortización alcanzaron un récord del 48.1% de las ventas.
Más allá de los trenes, los ingresos consolidados de 48 empresas mexicanas no financieras rastreadas por GBM Research se elevaron un 6.6% en el primer trimestre en comparación con el año anterior. En el sector de transporte aumentaron un 15%, un 12% en las empresas de bienes de consumo y cerca de un 8% en las empresas de materiales de construcción.
Y así podemos seguir con más ejemplos. Los ingresos en México de la multinacional panadera Bimbo aumentaron casi un 20%, más rápido de lo que crecieron en Europa, América Latina o Estados Unidos y Canadá. ¿Y los bancos? Ni hablar. Los ingresos netos del Grupo Financiero Banorte subieron más del 46%. Los de Inbursa subieron más de 30%. “¿Quién es entonces la víctima de esta Administración?”, preguntó Mario Delgado, el líder del partido Morena de López Obrador. “No hay ningún empresario al que le haya ido mal. Entre los grandes empresarios, no encontrarás ninguno”.
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El peso mexicano se sacudió brevemente tras la confiscación de los ferrocarriles para retomar su racha alcista que ha experimentado desde mediados del año pasado. Tras la adquisición, la bolsa mexicana cayó alrededor de un 4% en los tres primeros días. Pero recuperó la mitad de la pérdida en los cuatro siguientes.
La realidad es que en la Administración mexicana hay mucho humo. Y también muchos espejos.
La imagen de un incendiario de izquierdas deseoso de doblegar al neoliberalismo sirve a la agenda política de López Obrador, ya que pule su reputación como héroe en una lucha a muerte con una élite gobernante corrupta. Sin embargo, sus credenciales liberales son, en su mayoría, bastante sólidas.
“Todo está dirigido a servir a una narrativa”, dijo Guillermo Ortiz, quien fuera ministro de Hacienda durante el Gobierno de Ernesto Zedillo en la década de 1990. “A pesar de todas sus críticas a los neoliberales, ha preservado el marco de los neoliberales en política fiscal y monetaria, y la política comercial mexicana es la misma que era”.
El presidente enmarcó la lucha contra la empresa energética española Iberdrola como resistencia al colonialismo español. Propuso recortar la duración de las concesiones mineras -de 50 a 15 años- argumentando que las empresas mineras estaban destruyendo ecosistemas y contaminando regiones enteras con “la complicidad de los Gobiernos” del “periodo neoliberal”.
Además, justificó la incautación del ferrocarril como una respuesta natural a un oligarca intransigente que probablemente obtuvo un trato ventajoso del Gobierno de Zedillo para administrar 12,000 kilómetros de vías férreas propiedad del Gobierno, de las cuales ahora sólo quiere recuperar 120. “Vamos a hacer una auditoría” de los acuerdos ferroviarios en su día, amenazó, aunque añadió: “No es mi fuerte la venganza”.
Efectivamente. Una vez que López Obrador ha conseguido sus puntos políticos, suele hacer un trato para suavizar el golpe. Al final, acaba de recortar la duración de las concesiones mineras a 30 años. Ofreció un acuerdo de US$ 6,000 millones para comprar varias centrales eléctricas a Iberdrola. Y prorrogó ocho años otra concesión ferroviaria del Grupo México, desde el Istmo hasta el puerto de Veracruz. “Lanza una bomba, la gente se asusta y la desactiva”, dijo Ortiz. “Y todos contentos”.
Quizá lo más extraño para un presidente que promete luchar por los pobres y poner fin a una era en la que los poderosos intereses económicos dominaban la esfera pública, es que se haya negado a subir los impuestos a las empresas.
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Evidentemente, esto no quiere decir que la idiosincrasia política de AMLO sea buena para México. Los US$ 6,000 millones gastados en las centrales eléctricas de Iberdrola, en su mayoría de combustibles fósiles, no añadieron ni un solo vatio a la capacidad de generación de un país que con urgencia necesita energía limpia. Su refinería insignia de Dos Bocas acabará costando el doble de lo que anunció en un principio. Desperdició miles de millones al descartar un nuevo aeropuerto a medio construir en Ciudad de México para construir otro que ninguna aerolínea quiere utilizar.
Esto no incluye el costo, económico y social, del desmantelamiento de las instituciones públicas de México para financiar los programas sociales preferidos de López Obrador sin recaudar muchos ingresos fiscales adicionales. Tampoco recoge las pérdidas difíciles de medir derivadas de disuadir a empresas que, de otro modo, podrían estar deseosas de invertir en México y de desaprovechar una oportunidad ofrecida por la creciente hostilidad entre China y Estados Unidos.
No obstante, y a pesar de los daños, quizá la clase empresarial se apresure demasiado a lamentar su desgracia. Su aversión por López Obrador no se debe a sus políticas, sino a su retórica y comportamiento. Como señala el comentarista político mexicano Javier Tello, “no los ha tocado, pero tampoco les contesta el teléfono cuando llaman”. Al final, la clase empresarial parece más ofendida que perjudicada.
Por Eduardo Porter
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