Las máquinas rugen, las hogazas desfilan por cintas transportadoras y un olor azucarado envuelve la fábrica Tsar Khlib que, pese a la guerra, nunca ha dejado de suministrar pan a Kiev, a diferencia de su vecina, Chanta, destruida por los misiles rusos.
Ambas panaderías industriales pertenecen al grupo ucraniano Khlibni Investizii y están en el pueblo de Novi Petrivtsi, al norte de la capital.
Cuando las tropas rusas llegaron a la zona tras la invasión de Ucrania el 24 de febrero, estaban a menos de ocho kilómetros de la línea del frente. Poco a poco fueron perdiendo la mayor parte de su mano de obra y de sus clientes, bloqueados en las zonas ocupadas o refugiados a cientos de kilómetros.
“Pero pronto nos dimos cuenta de que teníamos que seguir produciendo porque todavía quedaba gente, y decían ‘Queremos pan’”, explica Anton Paliy, un ingeniero de 43 años que supervisa la producción en la fábrica de Tsar Khlib.
La planta sigue funcionando, aunque ha reducido su tamaño. Solo quedan una parte de los 800 empleados y veinte de ellos se instalaron en el sótano. En total, produce 16 toneladas de pan fresco al día, frente a las 100 de antes de la guerra.
Cuando se va la electricidad, se usa un generador. Como consume mucha gasolina, el personal bombea los depósitos de las furgonetas de reparto estacionadas en el aparcamiento.
Y cuando se activan las sirenas de alarma antiaérea, los obreros corren al sótano. Los panes calientes se amontonan entonces en la salida del horno en un hermoso desorden que hay que limpiar una vez pasado el peligro.
Como durante semanas ningún camionero aceptaba conducir hasta la fábrica, sus responsables tuvieron que recurrir a sus reservas de harina.
Y cuando los rusos se retiraron finalmente de la periferia de Kiev a finales de marzo y la planta recibió una primera entrega de harina, “la acogimos con fanfarria”, bromea Anton Paliy.
En ese periodo difícil, el ruido de las máquinas ahogaba el de las armas y hacía la situación un poco más llevadera “psicológicamente”, dice.
“Crimen de guerra”
A unos cientos de metros, la fábrica Chanta, inaugurada en el 2018, se dedicaba a otro nicho: la panadería y bollería congelada y de alta gama.
La planta también continúa su actividad al comienzo de la guerra. Pero el 16 de marzo, varios misiles rusos cayeron sobre el edificio, reduciendo a cenizas la mitad del recinto y todo su sistema de frío.
El ataque tuvo lugar durante un toque de queda de 36 horas y no dejó víctimas, pero igualmente se inició una investigación para determinar si los rusos atacaron voluntariamente esta infraestructura civil, en violación del derecho internacional.
Para el director del grupo Khlibni Investizii, Oleksandr Tarenenko, no hay lugar a dudas. La fábrica recibió una decena de proyectiles, subraya. “No puede ser otra cosa que un crimen de guerra”, afirma.
Un importante indicio permanece frente a los restos calcinados: un misil neutralizado por los sistemas defensas antiaéreas que quedó plantado en el exterior del edificio.
Su caso no es el único: según el primer ministro ucraniano, Denys Shmyhal, Rusia destruyó o dañó gravemente unas 200 fábricas o grandes empresas desde el inicio de la guerra.
Y su reconstrucción se anuncia complicada. Los daños se estiman en cinco millones de euros (US$ 5.36 millones y, como se trata de un caso de “fuerza mayor”, el seguro refunfuña a la hora de cubrirlos.
Los bancos no facilitan préstamos en este momento y no se ha desbloqueado ninguna ayuda pública aunque la empresa, sin sistemas para preservar sus productos, está paralizada y sus 140 trabajadores desempleados.
Misión cumplida
La otra cara de la moneda es la cercana fábrica Tsar Khlib que vuelve a ponerse a tono. Con el regreso progresivo de los habitantes de Kiev, la demanda “aumenta cada semana”, según Tarenenko.
Aunque el Fondo Monetario Internacional (FMI) anticipa una caída del Producto Bruto Interno (PBI) de 35% este año en Ucrania y las estimaciones cifran en US$ 600,000 millones el daño total que puede sufrir la economía, la región de Kiev es la que muestra mejores señales de recuperación, estimaba a mediados de mayo el ministro de Finanzas Serguiy Marchenko.
“La demanda de los consumidores aumenta, las conexiones se renuevan” en Kiev y su región, indicó, señalando que el regreso de embajadas en la capital alentaba a los habitantes a volver y “relanzar sus actividades económicas”.
En Tsar Khlib, casi 300 empleados han vuelto a trabajar, todavía a tiempo parcial, y la producción ha aumentado hasta las 50 toneladas diarias, justo por encima de las 40 toneladas que permiten equilibrar las cuentas.
En el futuro, Anton Paliy anticipa problemas de abastecimientos de sal, dado que las inmensas minas del Donbás, donde se concentran los combates en el este del país, paralizaron su producción en abril.
La harina preocupa menos. “Ucrania ha sido siempre el granero de cereales de Europa y siempre hemos producido más trigo del que consumimos, con lo que no debería haber problema. En definitiva, esto dependerá de cómo continúen las hostilidades”.
Para este ingeniero, que compara el universo del pan a “una droga”, “saberse útil en estos tiempos difíciles” es reconfortante. “No es para reclamar una medalla, pero hacemos nuestro trabajo: ayudamos a la gente”, dice.
“Nos agradecen haber continuado trabajando incluso bajo las bombas”, añade Tarenenko. “Y continuaremos haciéndolo”, promete sin esconder su “orgullo” por haber cumplido su misión: “llevar todas las mañanas pan fresco a la capital”.