(Foto: EFE)
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A Hernán López, un peruano de 49 años que un día se “hastió” y rompió con su vida de peón de la construcción, los otros desamparados que pasan la jornada en un parque de Lake Worth () lo llaman “Picasso”, porque pinta en su “estudio” frente al mar, donde vende sus cuadros hasta por US$ 500.

López, que llegó a EE.UU. hace nueve años y tiene “papeles”, es una estrella entre los sin techo del parque Bryant que esperan a que llegue la gente del “Burrito Project” con el desayuno diario.

El parque situado frente al canal “intercostero”, como se conoce el pedazo de mar que separa el territorio continental de Florida de la manga de tierra donde viven “los ricos”, como define López a la isla de Palm Beach, donde el expresidente Donald Trump tiene su casa, se convierte a las 11 de la mañana en escenario de un picnic.

Parece un día de campamento, solo que en lugar de niños o adolescentes hay hombres de todas las edades y colores y una sola mujer muy rubia con carritos con sus pertenencias y algunos con aspecto de tener problemas mentales o adicciones.

No es el caso de López, un tipo sonriente y jovial con la cabeza afeitada y un ligero sobrepeso que en su carrito carga con un cuadro de tamaño mediano de unos peces y otro más pequeño de dos perros echados en el suelo.

Pintor por encargo

“Estos días estoy trabajando más que nada por encargo”, dice a Efe “Picasso”, rodeado de sus amigos “José”, cubano con 27 años viviendo en las calles, y “Francisco”, puertorriqueño, que no parecen sorprendidos de que a Hernán vengan a entrevistarlo desde Miami.

Dos veces se pone a la fila para recibir el desayuno preparado por Burrito Project, como se denomina un grupo de hombres y mujeres que no pertenecen a ninguna iglesia y además de comida reparten medias, mochilas y gel desinfectante entre los desamparados.

“Hay dos cosas que nunca se le deben preguntar a un sin techo: dónde duerme y cuál es su apellido”, dice a Efe David Seifert, uno de los voluntarios de Burrito Project, que aclara que se llaman así porque el sábado reparten en este mismo parque burritos mexicanos.

Hernán duerme en “un cuarto que tiene rentado por ahí”, pero a veces son las 11 de la noche y sigue pintando en su “estudio”, un recinto cubierto con vistas al mar y mesas y bancos corridos en la zona de juegos infantiles, la “más tranquila” del parque.

Este peruano nieto de un español de León, al que no llegó a conocer, residió en Lima antes de venir a tras separarse de su primera mujer, con la que tuvo una hija que hoy tiene 14 años y es lo que más añora de su vida pasada.

Con el dinero que está ganando desde hace cinco meses con sus cuadros, que le encargan “personas comunes” que lo ven pintando en el parque, envía dinero a su hija a Perú, pero lo que de verdad desearía es poder estar con ella y visitar sitios como Macchu Pichu.

Estar con su hija y tener un taller de verdad, sus doce deseos

Su otro gran deseo -dice- es tener un estudio de verdad.

Entre tanto, extiende sus pinceles y pinturas acrílicas sobre la mesa del parque, corta una botella de plástico con unas tijeras y la llena de agua para humedecer el pincel y empieza a mezclar colores en su paleta, hecha en la tapa de vidrio de una caja de habanos.

A falta de caballete, el peruano usa su mochila para apoyar el cuadro de los perritos que debe terminar para cobrar su dinero. Ingenio latinoamericano, dice, orgulloso de que le vean “resolver” su falta de medios.

En medio del proceso muestra otros cuadros suyos, los más pequeños con paisajes típicos de Florida con palmeras y flamencos que vende a 12 dólares, y otros que ya entregó de los que guarda fotos en el teléfono.

En medio de la sesión de pintura recibe una llamada en su celular de una mujer que cada día lleva comida a los habitantes del parque, lo que le da pie para bromear sobre los desamparados “obesos” de Lake Worth.

Mañana tendrán hamburguesas a medio día, además del desayuno, y los visitarán unos buenos samaritanos para ayudarlos a reclamar sus “cheques de estímulo”, según anuncian los de Burrito Project.

No siempre es así de amable esta vida de “personas que no quieren dejar de ser niños”, dice López, quien afirma haber pasado ya “varios COVID”.

Antes de instalarse en el parque Bryant vivió un tiempo en “Tent City”, un campamento de desamparados en otro parque de la zona donde la gente era más violenta y había muchos que “fumaban piedra”, dice recordando malos tiempos. También sufrió depresión alguna vez.

“Entre los desamparados hay gente buena y mala, como en la vida en general”, subraya López, a lo que “Francisco” y “José”, que escuchan toda la conversación, asienten con la cabeza.

Aunque estudió Bellas Artes y trabajó en un estudio de diseño publicitario en Lima y luego en Florida en negocios de antigüedades y más tarde en la construcción, dice que donde más ha aprendido es en la calle.

Sin embargo, advierte que “la calle no es nunca segura”, que hay que estar alerta siempre.

“Estados Unidos es un país de inmigrantes. Hay gente que su familia vive aquí ya dos o tres generaciones, pero se olvida de que es un país de inmigrantes”, subraya cuando se le pregunta.

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