
Escribe: Elena Conterno, especialista en políticas públicas
Hace casi 30 años, fui gerenta general de una entidad estatal, en la que trabajé de sol a sol para mejorar su funcionamiento. Tras mi salida, hubo retrocesos que me dejaron un sabor amargo, al sentir que muchos esfuerzos se diluyeron rápidamente.
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Esa misma sensación la tengo hoy para todo el Estado. Si bien durante varios años un grupo importante de profesionales se sumó al sector público con el objetivo de servir y brindar mejores servicios a los ciudadanos, en los últimos años los retrocesos en la gestión pública son evidentes: la calidad de los servicios se ha deteriorado, a pesar de que la planilla cada vez es mayor.

Veamos, por ejemplo, el caso de la educación. Según destaca el IPE, la satisfacción con la educación pública descendió del 49.3% al 35% en la última década (Ipsos) y el nivel de la infraestructura es deplorable: uno de cada dos colegios se encuentra en alto riesgo de colapso y dos de cada tres carecen de al menos uno de los tres servicios básicos (electricidad, agua y desagüe). Por su parte, Apoyo Consultoría señala que estamos retrocediendo en el rendimiento en matemáticas, ya que el porcentaje de alumnos que alcanzaron un puntaje satisfactorio pasó del 31% en el 2018 al 23% en el 2023. Mientras tanto, el gasto en planilla se ha más que duplicado, al pasar de S/ 9 mil millones en 2015 a S/ 20 mil millones en el 2025 (educación básica, SIAF). Así, los resultados han empeorado, a pesar de gastar más.
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Si realmente nos importan las personas y queremos que reciban servicios de calidad, debemos optar por una mayor provisión privada de servicios y una menor provisión pública. En términos técnicos, debemos subsidiar más la demanda y menos la oferta. En vez de seguir destinando recursos a levantar nuevas escuelas públicas, deberíamos orientar ese dinero a contratar servicios de terceros acreditados, bajo estándares claros y pagos por resultados.
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El Estado peruano tiene experiencias exitosas en financiar la demanda en vez de la oferta. En educación está el programa Beca 18, en que el Estado financia directamente al estudiante, que con su beca puede elegir entre universidades e institutos públicos o privados que cumplen condiciones de calidad, y no solo optar por una opción pública.
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Este enfoque suele recibir críticas. Algunos dirán que “mercantiliza los derechos”. Falso, el Estado sigue garantizando el derecho, lo que cambia es que el ciudadano recibe un servicio de calidad. Otros sostendrán que las empresas privadas buscan el lucro y no el servicio. Por eso deben regirse por contratos con estándares y sanciones; si no cumplen, no cobran. Con ello, buscarán prestar un buen servicio más que en la administración pública tradicional, donde la falta de meritocracia ha deteriorado la calidad sin que ello tenga consecuencia alguna. También habrá quienes digan: “las empresas también fallan”. Ninguna organización es inmune a la ineficiencia o la corrupción, pero si una empresa falla, el contrato prevé sanciones, la sustitución del operador o la rescisión del contrato. En cambio, cuando falla el Estado proveedor, los ciudadanos quedan atrapados en un mal servicio, sin opciones ni responsables claros.
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El Estado no debe seguir construyendo y gestionando colegios y hospitales. Debe ofrecer a los ciudadanos una o más opciones de calidad, contando para ello con el financiamiento del Estado. Ojalá en el próximo proceso electoral escuchemos propuestas en esa línea. Una primera aplicación podría hacerse en los 30 distritos urbanos más pobres del país, donde hay mayor urgencia y hay posibilidad de elección. Ello traería más bienestar a las personas, y por lo tanto debería ser la bandera de quienes aseguran preocuparse por los más vulnerables.









