La prueba de que el Gobierno o no tiene ni idea de cómo enfrentar sus problemas de legitimidad nacional y de imagen internacional, o fracasa en el intento, la hemos encontrado en los últimos días, en los que ha sufrido duros golpes, tanto en el plano externo como en el interno.
Seguro no ha sido fácil en el Ejecutivo “digerir” que la “narrativa” de los opositores al actual Gobierno viene siendo tan eficaz a estas alturas, que luego de tres meses de Gobierno de Dina Boluarte, un poco más de la mitad del país asume que ella y el Congreso sumaron esfuerzos para derrocar a Pedro Castillo; una considerable mayoría piensa que los culpables de la crisis son la presidenta, su primer ministro y el Congreso; y algo más de las tres cuartas partes del país quiere que la jefa de Estado y el Congreso se vayan pronto y se convoque a elecciones ya. En resumen, Pedro Castillo preso le está ganado el pulso a Dina Boluarte en el poder.
Esta “narrativa” viene funcionando también en el exterior, sea a través de presidentes lenguaraces que no dejan de criticar aunque les retiren a los embajadores, de Gobiernos que escuchan con desconfianza la versión oficial peruana, de organismos internacionales que expresan su preocupación y piden informes por hechos que no son debidamente investigados y/o explicados, de corresponsales extranjeros que —sesgados o no— influyen en la opinión pública internacional, y hasta por la opinión de un “Gobierno amigo” que expresa su deseo de que el Gobierno cierre un acuerdo con el Congreso para adelantar las elecciones, aunque luego trate de suavizar la posición señalando que el Gobierno y el pueblo del Perú decidirán el momento de sus elecciones.
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Realmente es muy difícil que con la misma gente, las mismas posiciones, y acentuando cada vez más su perfil por el que ya ha sido “etiquetado” (represor), se pueda lograr un cambio en la percepción de la gente, aquí y allá.
Concentrar esfuerzos en endurecer las penas en casos de protestas, en hacer cuestionables protocolos que buscan controlar la cobertura periodística en manifestaciones públicas, o negarse a ir a la Fiscalía o recibir en Palacio de Gobierno a los fiscales para rendir su declaración en el caso de las muertes en protestas, solo lleva a que la percepción (¿o la conducta?) se acentúe.
Obviamente, el Gobierno tiene que actuar, defender el Estado de Derecho, procurar la seguridad de todos los peruanos y reprimir en caso de desborde de violencia, pero no puede ser que solo haga eso o que ofrezca la imagen de solo estar preocupado por eso, generando la percepción (hasta ahora más que solo percepción) de que no sabe hacer bien otra cosa o de que no quiere asumir responsabilidades cuando le toca.
La línea dura, para todos, tiene un nombre: Alberto Otárola, el primer ministro que se ha convertido en el principal soporte y fortaleza de la presidenta, tanto que se señala que es quien realmente toma las decisiones; pero, a la vez, es su principal problema, porque es, para muchos, la imagen viva de la represión.
El problema adicional para el Gobierno es que empiezan a aparecer denuncias de corrupción e inicio de investigaciones fiscales a ministros, presidentes de organismos públicos y asesoras de Palacio.
Una combinación de pura y excesiva represión, ineficacia en la gestión gubernamental e incapacidad para el control interno puede ser realmente mala para el Ejecutivo, y no habrá bastón de mando que lo salve de la total desaprobación y rechazo.
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Esa combinación la distanciará de aquellos sectores que la apoyan con desconfianza y que podrían verse arrastrados o sumergidos en la mala imagen del Gobierno, reduciendo o sepultando sus posibilidades para las próximas elecciones.
En la otra mano, esa combinación puede seguir fortaleciendo la “narrativa” de los que la rechazan con energía y piden su renuncia, y puede hacer olvidar, temporalmente, o menguar, el impacto del tremendo daño que le hizo al país el Gobierno de Pedro Castillo.
Como hemos dicho en columnas anteriores, el desgaste de este Gobierno, asociado a la derecha, a los militares, y al fujimorismo, puede perjudicar las opciones de los partidos ligados a estos sectores y concretamente a la derecha, y puede ayudar, sin querer queriendo, a los sectores de izquierda o radicales.
Si el Gobierno quiere hacerle un verdadero favor al país evitando más inestabilidad y si, además, quiere durar hasta las próximas elecciones, cualquiera sea la fecha, tiene que reorientar el rumbo, oxigenar su gabinete, asumir sus responsabilidades, hacer política y asumir con toda claridad que sí es un Gobierno de transición.
Es mejor un Gobierno corto, bien hecho y dejando todo bien encaminado; que un proceso largo, con desgaste acelerado, aislamiento y con una permanente inestabilidad y violencia política y social que ponga al país, nuevamente, en un disparadero en las próximas elecciones.
Es verdad que este es un Gobierno constitucional. Es verdad que el adelanto de elecciones no está contemplado en la Constitución. Pero este no es solo un tema legal o constitucional, es también, y sobre todo, un tema político.
Dina Boluarte, con o sin miedo, se comprometió ante el país y con mensaje a la Nación, a dejar el Gobierno y convocar a elecciones en el 2023 o 2024. No es creíble, y ese es otro de sus problemas, que el Gobierno ya hizo lo que le correspondía y que la cosa está solo en manos de un Congreso que ya perdió lo poco que tenía de credibilidad, y que, lamentablemente para la institucionalidad del país, cae, con su propia mano y decisión, en el total descrédito, sin asumir responsabilidades y rompiendo la pita por el lado más débil.
Si el Gobierno se escuda en el Congreso, a mal palo se arrima. Y si cree que siguiéndole la cuerda al Congreso se va a poder quedar y va a poder manejar la situación, se equivoca. Para eso tiene que cambiar mucho.
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