Escribe: Carlos Anderson, congresista de la República.
La competencia por la hegemonía económica mundial se hace cada vez más aguda y compleja. En un marco de ralentización del fenómeno de globalización–llamada con mucho humor por la revista The Economist como “slowbalization”– comienza a sonar una estrategia opuesta al offshoring que dio sustento al fenómeno de internacionalización de la producción –sobre todo en Asia, con China como principal destino de las inversiones–. Se conoce como nearshoring y puede significar la transformación económica de América Latina y el Caribe (ALC).
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Atrás quedó la tesis original de la década de los 90s que imaginaba que la liberalización del comercio internacional –a partir del ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC)– convertiría a China en una potencia alineada al estilo democrático y en un socio de Estados Unidos y Occidente en el marco de un mundo globalizado. A todos ya les quedó claro que la China de Xi Jinping ni es democrática ni es un socio estratégico: desde su ingreso a la OMC en diciembre del 2001 se ha convertido más bien en un férreo competidor de los Estados Unidos y del resto de potencias occidentales.
Uno a uno, las principales economías del mundo comienzan a desandar el camino que tanta libertad le dio a China para convertirse en una abrumadora potencia manufacturera en menos de tres décadas. Aunque no han acudido a políticas de abierta oposición al ingreso de productos chinos a sus respectivos mercados, sí han comenzado a usar formas sutiles como las recientes investigaciones anti dumping abiertas por la Comunidad Europea sobre las importaciones chinas de productos de hojalata y los revestimientos de suelo de madera multicapa que se suman a las ya iniciadas con relación a autos eléctricos, paneles solares y productos sanitarios.
Los Estados Unidos, por su parte, han dejado de lado toda sutileza aplicando en el caso de las importaciones chinas –en plena era Biden– nuevos aranceles que van desde un 50%, en el caso de los semiconductores, hasta un 100% en el caso de la importación de autos eléctricos, que de forma acumulativa involucran bienes por un total de US$ 18,000 millones. El expresidente y probable próximo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, promete en campaña ir más allá e imponer aranceles “across the board” de hasta 60%.
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Pero la respuesta de las potencias occidentales no se limita a aplicar medidas arancelarias o paraarancelarias. Han comenzado a seguir la receta china, poniendo en marcha “políticas industriales de nuevo cuño”, como el US Chips Act lanzado por los Estados Unidos el 2022 como complemento al ARPA-E para acelerar el “tránsito del laboratorio al mercado” de nuevas tecnologías relacionadas con la industria de semiconductores y la industria energética norteamericana.
Estados Unidos, además, viene desarrollando –calladamente– los Institutos de Fabricación Avanzada (Advanced Manufacturing Institutes, en inglés), una red nacional de instituciones de manufactura, cada una con su concentración tecnológica distintiva, pero diseñados para acelerar la manufactura de alta tecnología en todos los Estados Unidos.
Los europeos no se quedan atrás y han puesto en marcha sendos programas –tanto a nivel individual nacional como a nivel de toda la Europa comunitaria–. No ven más a China como aliado, tampoco como enemigo, sino directamente como competidor. Un ejemplo de ello es su nueva estrategia en relación a las tecnologías verdes (medioambientales) señalando de manera taxativa que estas deberán ser “hechas en casa” en hasta un 40% hacia el 2030.
A pesar de estos avances e iniciativas, hay un reconocimiento –en particular en los Estados Unidos– que nada de esto es suficiente, especialmente si se trata de complementar la estrategia de saltos cuánticos en manufactura con la necesidad de crear cadenas de valor y suministro que cumplan además un claro objetivo geopolítico vis-a-vis China.
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Es por ello que la política internacional de Estados Unidos ha decidido impulsar de manera decidida el nearshoring, esto es la creación de cadenas de suministro y manufactura en los países de América Latina y el Caribe (ALC), no solo por obvias razones de cercanía geográfica sino también como un instrumento clave de su política de contención frente al expansionismo chino, tan dado a invertir generosamente en la región como parte de su estrategia de dominio mundial. Además –desde una perspectiva norteamericana– el nearshoring constituye una póliza de seguro y de “diversificación de riesgo”. Esto último, consecuencia inevitable del covid-19 y la sucesión casi interminable de crisis que en distintos momentos han puesto en peligro la continuidad de la producción de manufacturas norteamericanas, aunque hayan sido “hechas” en China, Taiwan, Malasia o Vietnam.
El potencial económico para nuestra región es sencillamente extraordinario. Según un estudio publicado el mes pasado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) el nearshoring podría añadirle a la región de América Latina y el Caribe unos US$ 78,000 millones adicionales al año. En el caso del Perú un impulso de más de US$ 1,400 millones al año, en la producción de bienes y servicios exportables de alto contenido tecnológico. Justamente el factor que nos falta para impulsar la productividad y con ello el crecimiento económico de largo plazo. No dejemos pasar la oportunidad. Tenemos todo. Solo nos falta voluntad.
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