Los soldados y vehículos blindados que inundaron La Paz, la capital de Bolivia, el 26 de junio tenían un destino: el palacio presidencial. Después de que un tanque pequeño embistió en varias ocasiones sus puertas, los soldados entraron a empujones. En ese momento, se pudo ver al líder de la revuelta, Juan José Zúñiga, comandante de las Fuerzas Armadas hasta su destitución el 25 de junio.
“Va a haber un nuevo Gabinete Se va a cambiar ministros”, declaró a los periodistas. Zúñiga dijo a los políticos: “Basta de destruir, basta de empobrecer a la patria y humillar al Ejército”. Los militares intentaban instaurar “una verdadera democracia”. “Al Ejército no le falta cojones”, subrayó.
Al parecer, al presidente Luis Arce tampoco. En un momento dado salió para discutir en persona con los golpistas. De vuelta al interior, consiguió celebrar una ceremonia para nombrar a los nuevos jefes de las Fuerzas Armadas, por encima del estruendo de los gases lacrimógenos lanzados contra los manifestantes prodemocracia en el exterior.
Fue un día “atípico”, señaló secamente, pero juró que: “Todos los bolivianos vamos a derrotar juntos cualquier intentona golpista”. Pidió a los bolivianos que se movilizaran para defender la democracia, pero también que mantuvieran la calma. La nueva cúpula exigió a todos los soldados regresar a los cuarteles. Mientras tanto, uno de los sindicatos más importantes de Bolivia anunció una huelga general en protesta por el intento de golpe. Líderes de todo el mundo lo condenaron.
Los soldados se fueron de manera casi tan repentina como llegaron y fueron reemplazados por multitudes de civiles que gritaban en defensa de la democracia. Arce salió al balcón presidencial y declaró con ayuda de un micrófono: “Nadie nos puede quitar la democracia que hemos ganado en las urnas y en las calles con sangre del pueblo boliviano”. El aparente intento de golpe de Estado había fracasado.
Es una buena noticia para una región que creía que los golpes de Estado habían pasado a la historia. Pero el levantamiento fue provocado, al menos en cierto modo, por una profunda crisis política y económica. En vísperas de las elecciones del próximo año, Arce y el expresidente Evo Morales se disputan el poder.
Las tensiones entre ambos políticos de izquierda y antiguos colegas han paralizado el gobierno, agravado los problemas económicos y, a su vez, alimentado las protestas callejeras. La imagen de la embestida de tanques contra el palacio presidencial solo ha conseguido que Bolivia parezca más inestable y caótica para las empresas, los inversionistas y los turistas.
La crisis política comenzó en 2019, cuando Morales postuló su candidatura para aspirar a un tercer mandato inconstitucional. Ganó, pero tras acusaciones de fraude y protestas masivas que causaron 36 muertos, el Ejército le pidió que dimitiera. Así lo hizo y abandonó el país.
En 2020, Bolivia eligió presidente a Arce. Había sido ministro de Economía de Morales. Pero la pandemia asoló al país y la economía se hundió. Morales regresó y dijo que se presentaría contra Arce en 2025. El actual presidente afirma que esto es inconstitucional (el Tribunal Constitucional Plurinacional le da la razón).
Mientras tanto, los aliados de Morales en el Congreso han hecho casi imposible que Arce gobierne, al bloquear los intentos de obtener préstamos que aliviarían la presión sobre las arcas públicas y desbaratar los planes de atraer a inversionistas extranjeros para explotar las abundantes reservas de litio. Arce lo califica de “boicot económico” por parte de los aliados de su rival. Morales ha amenazado con desencadenar disturbios si se impide su postulación.
La revuelta pareció unir por un momento a los dos izquierdistas molestos. Morales no tardó en condenar el intento de golpe de Estado y convocar una movilización masiva para proteger la democracia. Puede haber ayudado el hecho de que el general Zúñiga pareciera favorecer a la derecha política.
Sin embargo, con los soldados de vuelta en sus cuarteles, las posibilidades de una resolución pacífica de la disputa de los izquierdistas siguen siendo escasas. La travesura del Ejército puede haberla agravado. El general Zúñiga fue detenido la noche del golpe fallido. Es posible que intentara hacerse con el poder, utilizando la crisis política y económica como justificación; fue destituido tras decir en la televisión nacional que no permitiría que Morales volviera a ser presidente. Pero mientras se lo llevaban, acusó a Arce de pedirle que organizara un levantamiento “para aumentar la popularidad [del presidente]”. Aunque sean falsas, las acusaciones pueden alimentar el caos.
Mientras tanto, el pueblo boliviano sigue batallando. El país se encuentra en una situación desesperada de escasez de dólares. El combustible, en gran parte importado, escasea. El tipo de cambio oficial entre el boliviano y el dólar colapsó. La cotización en el mercado negro es un 50% superior a la oficial. Los comerciantes bolivianos han cruzado la frontera con Brasil y Perú tratando de comprar dólares con un sobreprecio considerable.
El gobierno gasta alrededor de US$ 2,000 millones al año para importar combustible subsidiado, lo que está a punto de llevarlo a la quiebra. La extracción de gas natural, antaño una fuente de riqueza, está desapareciendo con rapidez debido en parte a la falta de inversión de la empresa estatal de hidrocarburos. En 2030, el país podría ser un importador neto de gas natural. En febrero, Fitch rebajó la calificación de la deuda del país de basura a una aún más sombría. A la crisis política se suman ahora las profundas divisiones en las Fuerzas Armadas.
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