El aumento de la inflación, la caída del índice de aprobación y la profunda división del país habían colocado a Luiz Inácio Lula da Silva en la cúspide del capítulo más difícil de sus largos años de mandato, incluso antes de someterse a una cirugía cerebral de urgencia.
Ahora, la operación plantea difíciles cuestionamientos sobre si el líder de izquierda de 79 años está en condiciones de afrontar los desafíos que se acumulan frente a él.
Al igual que ocurrió con Joe Biden en Estados Unidos, con toda seguridad el episodio pondrá el debate sobre la edad y la condición física de Lula en el primer plano de la conversación política brasileña, especialmente cuando la atención se centra en si pretende postularse a un cuarto mandato en 2026. La pregunta es si llega a la misma conclusión y pasa el testigo o espera a que pase la tormenta.
“Es un político veterano, pero al fin y al cabo es un ser humano”, señaló Mauricio Santoro, investigador del Centro de Estudios Políticos y Estratégicos de la Marina de Brasil, en Río de Janeiro. “Es normal que muestre las consecuencias de su vejez y del deterioro de su salud”.
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Los médicos del presidente conocido universalmente como Lula dijeron el martes que está despierto y estable horas después de someterse a un procedimiento estándar para drenar un hematoma, y agregaron que no había sufrido ningún daño cerebral y debería volver a trabajar la próxima semana.
Pero las especulaciones sobre el estado de salud del presidente han circulado por Brasilia y otros lugares desde que en octubre sufrió una caída que lo llevó al hospital y lo obligó a cancelar un viaje a Rusia y decidir no ir a la Amazonia para sostener una posible reunión con Biden.
A lo largo de su dramático regreso a la presidencia de Brasil, tras haber ocupado el cargo anteriormente entre 2003 y 2010, Lula ha sido consciente de los cuestionamientos sobre su edad y su salud.
El presidente, que fue diagnosticado de cáncer en 2011 y pasó 580 días en prisión por una condena por corrupción que finalmente fue anulada, publica regularmente en las redes sociales vídeos de sí mismo corriendo, haciendo ejercicio y levantando pesas. Ha mencionado habitualmente su nuevo matrimonio antes de las elecciones de 2022 como una fuente de rejuvenecimiento que demostraba que tenía la energía necesaria para volver a ser presidente.
Durante la mayor parte de los últimos dos años, esto ha contribuido a que los comentarios sobre su salud pasen a segundo plano. Pero eso cambió el 19 de octubre, cuando Lula sufrió una caída mientras ultimaba los planes para viajar a la cumbre de los BRICS en Kazán, Rusia.
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Después de cortarse y limarse las uñas de los pies, el presidente se dispuso a colocar un estuche de artículos de tocador en un armario del baño. El taburete en el que estaba sentado, según contó más tarde a una cadena de televisión local, no se movió con él.
“Mi trasero no se levantaba, así que me caí y me golpeé la cabeza”, relató. “Fue un golpe muy fuerte y salió mucha sangre. Pensé que me había roto el cráneo”.
Tras una breve estancia en el hospital, los médicos del presidente dijeron que podía desempeñar sus funciones con normalidad siempre que evitara los viajes en avión de larga distancia. A principios de noviembre, el hospital emitió un informe en el que afirmaba que la salud de Lula era estable.
Sin embargo, después de no asistir a la reunión de los BRICS, el mes pasado canceló sus planes de participar en la cumbre de Cooperación Económica Asia-Pacífico en Perú y en la conferencia sobre el clima COP29 en Azerbaiyán. Realizó un vuelo corto a Río de Janeiro para asistir a la cumbre brasileña del Grupo de los 20, un evento que estuvo marcado por una logística irregular, pero no acudió a la habitual conferencia de prensa de clausura.
Regresó a Brasilia en medio de crecientes problemas internos, con un inflación que se aceleraba, las tasas de interés en aumento y los inversionistas exigiendo recortes de gasto para apuntalar las cuentas fiscales del país.
El plan que finalmente aprobó Lula, y que anunció el ministro de Hacienda, Fernando Haddad, no hizo sino agravar los problemas: fue recibido como un fracaso, provocando la caída de la moneda hasta su punto más bajo frente al dólar estadounidense y alimentando las apuestas de que el banco central tendría que subir aún más drásticamente los costos de endeudamiento a partir de esta semana.
Esto ha empezado a hacer mella en su popularidad, que cayó por debajo del 50% en noviembre, ya que el aumento de los costos eclipsó el desempeño económico mejor de lo esperado en el que Lula ha sustentado su presidencia.
Todo esto ha ocurrido en un contexto de profunda polarización, con los partidarios del expresidente ultraderechista Jair Bolsonaro alentados por el inminente regreso de su aliado Donald Trump a la Casa Blanca el mes que viene, amenazando con aranceles comerciales y tiempos turbulentos para la administración de Lula.
La operación, entretanto, llevó a Lula al hospital en un momento delicado para su gobierno, que intenta encauzar el plan fiscal a través de difíciles negociaciones con el Congreso. Los acontecimientos en ese frente han seguido agitando a los mercados, que siguen escépticos ante el compromiso de Lula con la disciplina fiscal.
Además, su agenda internacional volverá a estar repleta el año próximo, ya que Brasil intentará avanzar en su agenda climática como anfitrión de la conferencia COP, al tiempo que convoca la cumbre anual del grupo BRICS, cuyos miembros principales son Rusia, China e India.
“La ausencia del presidente o el surgimiento de dudas sobre su capacidad para resolver problemas se convierte en algo muy crítico”, afirma Creomar de Souza, fundador de Dharma Political Risk and Strategy, una consultora con sede en Brasilia. “No podría haber un momento más complejo para este tipo de situación”.
Aun así, Lula ha demostrado a lo largo de su carrera política, desde sus inicios como dirigente sindical en las plantas automotrices de São Paulo, que es muy resiliente, y más aún cuando regresó de cumplir una condena en prisión para obtener un tercer mandato.
Los brasileños no son ajenos a los anuncios sorpresivos sobre la salud de sus presidentes. Bolsonaro se sometió a numerosas cirugías durante su mandato después de ser apuñalado en la campaña electoral en 2018. Nunca entregó temporalmente el poder a su vicepresidente, evitando cuidadosamente la percepción de que no estaba en condiciones de servir.
Lula parece dispuesto a seguir su ejemplo: aunque el vicepresidente, Geraldo Alckmin, canceló su agenda y regresó a Brasilia para reemplazar a Lula, por el momento no hay planes para transferir funciones oficiales.
El presidente y su partido han evitado en gran medida referirse a las elecciones de 2026 o de posibles planes de sucesión. Aunque Haddad es considerado su sucesor más probable, algunos dentro del izquierdista Partido de los Trabajadores ven al jefe de Hacienda, que perdió las elecciones presidenciales de 2018 como sustituto de Lula, como un candidato poco ideal.
Sin embargo, es casi seguro que la operación obligará tanto a Lula como a los líderes del partido a considerar la posibilidad de que no pueda presentarse a la reelección, especialmente si sus oponentes usan su edad y su salud como un problema en su contra.
“El estado de salud de Lula seguramente surgirá en el debate de las elecciones presidenciales de 2026″, sostuvo Mario Braga, analista geopolítico de la consultora RANE, con sede en São Paulo. “Podría alimentar disputas internas dentro de la coalición gobernante, ya que hay al menos cuatro ministros con posibles aspiraciones presidenciales”.
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