Lionel Messi regresa a una competencia de fútbol de selecciones el jueves, cuando Argentina se enfrente a Canadá en el partido inaugural de la Copa América. Y los estadounidenses que quieran ver en acción al mejor jugador de todos los tiempos no tendrán que viajar a Buenos Aires o Río de Janeiro, sino que bastará con que vayan al Mercedes-Benz Stadium en Atlanta. Afortunados.
Por segunda vez en ocho años, la Copa América se disputa en Estados Unidos y no en Sudamérica, cuna del torneo internacional más antiguo del fútbol. Este es el resultado de una estrategia comercial casi irresistible, que busca promover más ampliamente el fútbol regional, mientras engorda los bolsillos de las federaciones nacionales. Pero, al mismo tiempo, también refleja dos tendencias preocupantes: el creciente elitismo de los megaeventos deportivos y las dificultades concomitantes de Sudamérica para albergar grandes competencias en esta era en la que cada vez más el ganador se lo lleva todo.
A la hora de decidir el próximo destino de la Copa América, los organizadores deberían mirar más allá del dinero y considerar algunos de los aspectos intangibles que son esenciales para la salud y el atractivo duradero del fútbol; por ejemplo, su papel como gran aglutinante para los latinoamericanos y como parte clave de su identidad cultural. Aunque jugar en EE.UU. tiene muchas ventajas, también significa dejar a muchos aficionados sudamericanos leales y locos por el fútbol sin la posibilidad de ver a sus estrellas favoritas más cerca de casa. Me explico.
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Un acuerdo entre la CONMEBOL (el organismo rector del fútbol sudamericano y propietario de los derechos de la Copa) y la Concacaf (la confederación que agrupa a las naciones de América del Norte, Central y el Caribe) permitió una competencia de 16 equipos en 14 sedes en EE.UU., con un partido final programado en Miami el 14 de julio. Este acuerdo resolvió algunos de los problemas recurrentes de la organización de una Copa América regular: ya que la CONMEBOL está integrada solo por 10 países, normalmente tiene que invitar a otras naciones para completar la lista, algo cada vez más difícil dadas las crecientes exigencias del calendario.
Las últimas ediciones también se han visto afectadas por problemas organizativos: la Copa América 2020 se pospuso un año debido a la pandemia, y los coanfitriones Argentina y Colombia terminaron renunciando a realizar el evento, que en el último momento se trasladó a Brasil y se jugó sin gente en las gradas. Ecuador, que debía celebrar la actual edición, descartó esa posibilidad en 2022 en medio de la creciente crisis de inseguridad.
EE.UU. es una opción más segura porque no requiere grandes inversiones públicas ni una logística costosa. A menos de dos años del comienzo del Mundial 2026 de la FIFA, organizar la Copa en suelo estadounidense puede ser también una prueba para los equipos y el anfitrión. (Aunque los tres países norteamericanos compartirán el torneo, la mayoría de los partidos se disputarán en EE.UU.) También se pueden encontrar razones políticas: en un momento en que las relaciones entre EE.UU. y América Latina no son las mejores, la diplomacia futbolística puede hacer algo de magia.
Sin embargo, a pesar de todo esto, hay algo fundamentalmente erróneo en jugar la segunda de las últimas cuatro ediciones de la Copa América en un país que, sí, ofrecerá un bonito espectáculo, pero que, seamos sinceros, no tiene mucha de la tradición y la pasión que se ven en torno al fútbol en América Latina. Desde la perspectiva de un aficionado sudamericano, es como si renunciáramos voluntariamente a divertirnos, o admitiéramos la derrota por nuestras, digamos, no muy buenas dotes organizativas.
Escribo todo esto consciente de una aparente contradicción personal: llevo más de seis meses preparándome para asistir a esta Copa América y apenas puedo contener la emoción por llevar a mi familia a ver a Argentina, campeona del mundo, defender su título continental con Messi como dios guía. Puede que sea el último torneo de Messi con su país y, aunque sea (un poco) culpable de proyección paternal, podría ser la mejor experiencia de la vida de mis hijos. Pero eso no significa que no esté consciente de mis privilegios: con las entradas más baratas a más de US$ 200 cada una, sin contar vuelos, alojamiento y gastos, esta experiencia es algo que difícilmente pueden permitirse los aficionados al fútbol de la región.
Sin duda, la ampliación del torneo en EE.UU. tiene muchos aspectos positivos, desde el aumento del alcance y la asistencia del torneo (según la CONMEBOL, ya se han vendido más de un millón de entradas) hasta la generación de más ingresos para que las federaciones inviertan en sus propios proyectos. Según fuentes citadas en un reportaje de ESPN, los organizadores darán a las selecciones la cifra récord de US$ 72 millones en concepto de derechos de participación y premios, más del triple de lo que se pagó en la edición de 2016 celebrada también en EE.UU.
La cuestión de la visibilidad es importante, entre otras cosas, porque la Copa América de este año coincide con la Eurocopa 2024, un torneo similar de ámbito continental que disputarán los países europeos en Alemania. Los obsesos del fútbol podrán ver más de 80 partidos sin que ninguno de ellos se superponga. Es el sueño de cualquier aficionado, y motivo para que algún economista emprendedor estudie su impacto en tiempo real sobre la productividad económica mundial.
Algunos podrían argumentar: bueno, si los países sudamericanos no se ponen las pilas y se preparan mejor para estos eventos cada vez más sofisticados, siempre tendrán problemas para retenerlos o hacerlos crecer. Sí, hay una razón por la que una región que vive y respira fútbol y organizó el primer Mundial en 1930 solo albergará tres partidos en la edición del centenario de 2030. Gracias, FIFA.
Pero asistir al fútbol sudamericano nunca será como la experiencia estética del Mundial de Catar o el cinismo de ver la Supercopa de España jugándose en Arabia Saudita. Los estadios no serán necesariamente tan bonitos y cómodos como los grandes recintos multieventos estadounidenses, pero el fervor y el folklore lo compensan con creces. En un mundo cada vez más obsesionado con vender “experiencias”, nunca decepcionará un partido en el estadio Mineirão de Belo Horizonte o en La Bombonera de Buenos Aires.
Tomemos como modelo el Mundial de Brasil 2014: fue desordenado, caro y su preparación generó una avalancha de corrupción. Pero una vez que el balón empezó a rodar, fue emocionante e inolvidable hasta el final. En el deporte, hay valor más allá del dinero. Además, si se sigue con un modelo impulsado por las finanzas, se corre el riesgo de terminar como México, que ahora juega más partidos en EE.UU. que en el propio México a costa de perder la identidad del equipo.
En cualquier caso, para quienes disfrutan del fútbol, la Copa América ofrece un escaparate de las estrellas en ascenso del continente que pronto conquistarán las ligas europeas. En la edición de este año, los rivales (principalmente Brasil, junto con Uruguay, Colombia y tal vez el equipo de EE.UU. o México) tratarán de derrotar a la Argentina de Messi.
Esperemos que eso no ocurra. La competencia será dura y emocionante. No estaré sentado en uno de los asientos de US$ 8,000, pero prometo un informe completo desde la cancha.
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