Para los latinoamericanos, el discurso de Donald Trump en la convención de la semana pasada despertó curiosidad por una razón específica: su ataque fuera de lugar al presidente de El Salvador, Nayib Bukele.
La tasa de asesinatos en El Salvador ha bajado un 70%, dijo Trump como parte de sus argumentos contra la inmigración, porque el país está “enviando a sus asesinos a Estados Unidos” y Bukele no está haciendo un “trabajo tan maravilloso” como él afirma.
Este arrebato no solo denigró la controvertida pero eficaz estrategia de seguridad que convirtió a Bukele en una estrella mundial, sino que también tergiversó los hechos: el país centroamericano tiene la mayor población carcelaria per cápita del mundo tras las draconianas políticas de mano dura del Gobierno contra la delincuencia, y la migración de salvadoreños a Estados Unidos ha caído casi un 40% en los últimos dos años.
Como muchos otros, he estado tratando de entender por qué Trump difamaría a Bukele cuando parecían aliados cercanos. Su hijo Donald Jr. fue uno de los invitados especiales que asistieron a la reinauguración del presidente en San Salvador el mes pasado, y Bukele se ha mostrado abiertamente a favor de Trump en lo referente a sus problemas legales.
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La adopción del bitcóin en el país es aplaudida por el libertario y amante de las criptomonedas que los republicanos han estado cortejando. En términos más generales, los ataques también parecen contraproducentes: hay 2.5 millones de salvadoreños-estadounidenses, la tercera comunidad hispana más grande de Estados Unidos, entre los que Bukele es visto como un héroe. ¿Por qué enfadar a estos votantes potenciales?
Puede que Trump simplemente esté celoso del joven y pulido líder que cautivó a la derecha estadounidense con sus entrevistas a Tucker Carlson y sus encendidos discursos en la CPAC. Otros han especulado con que a Trump le molestan las supuestas relaciones de Bukele con líderes de bandas y con China. Las redes sociales se han llenado de interpretaciones más extrañas, como la idea de que Trump confundió El Salvador con Venezuela (no sucedió; de hecho, repitió y amplió sus comentarios en su mitin de Michigan del fin de semana).
Sean cuales sean las razones, el incidente es un recordatorio y una advertencia: Trump no tiene ningún interés profundo o experiencia en América Latina y cualquier relación que establezca será transaccional más que basada en afinidad ideológica —la única afinidad posible sería ayudar a satisfacer los objetivos domésticos y la autoimportancia de Trump—.
En cuanto a la advertencia: al atacar a un autócrata afín del tipo que suele entusiasmarle, Trump puso sobre aviso a todo el mundo en la región. En caso de victoria en noviembre, es probable que Trump 2.0 lance propuestas radicales sobre los temas centrales de su campaña: migración, comercio y seguridad. Los líderes latinoamericanos tendrán que ser pacientes y receptivos para intentar trabajar con una Casa Blanca que será más terca y poco realista en sus peticiones.
El manifiesto de Trump, si se pone en práctica, implicará un importante desafío para la región, empezando por su promesa de enviar de vuelta a millones de migrantes ilegales mediante “la mayor operación de deportación” de la historia estadounidense. Cerrar la frontera sur puede resonar entre los votantes estadounidenses, pero creará un retraso comercial dada la creciente influencia de México como proveedor. Lo mismo ocurre con la promesa del Partido Republicano de “demoler” los cárteles de la droga.
Si esto va a implicar una acción militar directa de Estados Unidos, como sugirió el candidato a vicepresidente de Trump, JD Vance, el remedio puede ser peor que la enfermedad. Washington no obtendrá nada bueno desestabilizando a México, por muy atractiva que pueda parecer esa estrategia a los partidarios de la línea dura. La reprimenda de la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, durante el fin de semana puede ser un anticipo de lo que está por venir.
En el frente económico, es probable que la reducción del impuesto de sociedades y el aumento generalizado de los aranceles, como propuso Trump en una entrevista con Bloomberg Businessweek, disminuyan el atractivo de invertir en América Latina, perjudicando el llamado proceso de nearshoring. Otra propuesta de Vance, imponer una tasa del 10% a las remesas, podría impulsar las transferencias ilegales e informales, además de golpear el muy necesario flujo de ingresos que la región recibe a través de vínculos familiares (estimado en más de US$ 150,000 millones al año).
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“Los recientes acontecimientos aumentan la probabilidad de que se sigan debatiendo formas de gravar o controlar más estrictamente las remesas”, advirtieron los expertos del Deutsche Bank AG en una nota de investigación la semana pasada.
Por supuesto, algunas de estas propuestas podrían ser difíciles de poner en práctica debido a los recursos judiciales previstos o a la falta de viabilidad técnica. También sabemos por la experiencia de 2016 que la retórica agresiva de Trump sube de tono en la campaña electoral, pero se reduce por consideraciones de realpolitik una vez en el cargo.
Pero ignorar o subestimar el alcance de estas propuestas sería un error. Los estadounidenses quieren resultados en temas prioritarios como la inmigración ilegal, el narcotráfico y el declive económico percibido. Justas o no, los Gobiernos y las empresas latinoamericanas deben prepararse para afrontar nuevas exigencias en estos aspectos.
Para los inversionistas, el episodio de Bukele muestra los riesgos de apostar por políticas y líderes impredecibles. Los bonos de la nación centroamericana han estado al alza en las últimas semanas por la especulación de que una victoria de Trump en noviembre pondría al país más cerca de un acuerdo muy necesario con el Fondo Monetario Internacional.
Eso está ahora en entredicho. Como comenta el estratega de crédito de Barclays Plc. Jason Keene, “el camino diplomático por delante podría estar lleno de baches”. El presidente argentino, Javier Milei, que también parece apostar por una presidencia de Trump para desbloquear un nuevo acuerdo con el FMI, debería tomar nota y pensárselo dos veces antes de descargar sobre la organización.
Si Trump es reelegido, sí tendría una herramienta poderosa y más constructiva: expandir alguna versión del T-MEC, “su acuerdo”, al resto de la región como forma de impulsar una agenda continental de inversión y crecimiento. Eso pondría la relación en una senda más positiva y contrarrestaría la influencia china en América Latina, una prioridad para cualquier ocupante de la Casa Blanca. ¿Apostaría Trump por algo así?
Hablando de los recientes y duros comentarios de Trump sobre migración y comercio, el presidente nacionalista de México, Andrés Manuel López Obrador, dijo que a su “amigo” toca convencerle porque “no le están informando bien”. También lo tildó de “visionario”, confirmando una de las asociaciones políticas más extrañas que existen. Sin embargo, hay que poner atención: AMLO sabe que negociar con Trump requiere, sobre todo, apelar a su ego.
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