"Ninguna sensación es comparable a la de terminar un libro, y estoy muy orgulloso de este", ha dicho Barack Obama sobre esta obra. (Foto: Ricardo ARDUENGO / AFP).
"Ninguna sensación es comparable a la de terminar un libro, y estoy muy orgulloso de este", ha dicho Barack Obama sobre esta obra. (Foto: Ricardo ARDUENGO / AFP).

El primer volumen (son dos, en total) de las memorias presidenciales de Barack Obama, presidente número 44 de Estados Unidos, fueron publicadas el martes 17 de noviembre de este año. Asimismo, la obra apareció simultáneamente en 25 idiomas. La noticia fue anunciada por Markus Dohle, CEO de Penguin Random House, que adquirió los derechos de este libro tan esperado.

"UNA TIERRA PROMETIDA, el primer volumen de las memorias presidenciales de Barack Obama".
"UNA TIERRA PROMETIDA, el primer volumen de las memorias presidenciales de Barack Obama".

En la obra, Obama cuenta en primera persona la historia de su trayectoria: de ser un joven en busca de su identidad a convertirse en líder del mundo occidental, y describe con increíble detalle tanto su formación política como los momentos cumbre del primer mandato de su presidencia, una época de conmociones y de cambios.

A continuación, un fragmento del libro.

Extracto del capítulo 10

Si bien había visitado la Casa Blanca en varias ocasiones como senador de Estados Unidos, nunca había estado en el despacho Oval antes de ser elegido presidente. La habitación es más pequeña de lo que uno espera —no llega a los once metros en el lado más largo, dos metros menos en el otro— pero el techo es alto e impresionante, y su aspecto coincide con las fotos y las imágenes de los telediarios. Está el retrato de Washington sobre la repisa de una chimenea cubierta de hiedra y los dos sillones altos, rodeados de sofás, en los que se sientan el presidente y el vicepresidente o los mandatarios extranjeros de visita. Están las dos puertas que combinan a la perfección con las paredes ligeramente curvas —una da al pasillo, la otra al «despacho externo», donde se instalan los asistentes personales del mandatario— y una tercera que conduce a una pequeña oficina interna y a un comedor privado. Están los bustos de dirigentes ya fallecidos y el famoso bronce del cowboy de Remington; el antiguo reloj de pie y las estanterías hechas a medida; la gruesa alfombra oval con el águila ceñuda bordada en el centro y el escritorio Resolute —regalo de la reina Victoria en 1880 que fue profusamente tallado a partir del casco de un barco británico a cuya tripulación ayudó a rescatar de una catástrofe un ballenero estadounidense—, lleno de escondrijos y cajones secretos, con un panel central que se abre y es la delicia de cualquier niño que tiene la oportunidad de atravesarlo gateando. Pero si hay algo que las cámaras no suelen captar del despacho Oval es la luz. La sala está repleta de luz. En los días diáfanos entra a raudales a través de los enormes ventanales de los lados Este y Sur, y a medida que el sol se desvanece al final de la tarde va tiñendo todas las cosas con un brillo dorado que se convierte en un grano fino y luego veteado. Cuando hace mal tiempo y el jardín Sur está cubierto por la lluvia, la nieve o la extraña niebla matutina, la habitación adquiere una tonalidad ligeramente azulada, aunque sin dejar de ser clara, la débil luz natural se ve reforzada por las bombillas interiores escondidas tras una cornisa que iluminan hacia abajo desde el techo y las paredes. Las luces jamás se apagan, de forma que incluso a mitad de la noche el despacho Oval permanece luminiscente, brillando en la oscuridad como la antorcha circular de un faro.

La mayor parte de los ocho años de mi mandato los pasé en esa habitación, escuchando con atención informes de inteligencia, recibiendo a jefes de Estado, persuadiendo a miembros del Congreso, compitiendo con aliados y adversarios, y posando frente a las cámaras junto a miles de visitantes. Allí me reí con los miembros de mi equipo de gobierno, también maldije y en más de una ocasión tuve que contener las lágrimas. Con el tiempo acabé sintiéndome lo bastante cómodo como para apoyar los pies sobre el escritorio o sentarme en él, rodar por el suelo con un niño o echar una siesta en el sofá. Alguna vez tuve la fantasía de salir por la puerta Este y recorrer la calzada de entrada, pasar la garita de seguridad y los portones de hierro forjado, perderme en las calles repletas de gente y regresar a mi vida anterior.

Pero jamás perdí del todo el sentimiento de respeto que me invadía cada vez que entraba al despacho Oval, la sensación de que estaba entrando no a un despacho sino a un santuario de la democracia. Día tras día, su luz me consoló y me dio fuerzas, recordándome el privilegio de mis responsabilidades y mis obligaciones.

Mi primera visita al despacho Oval sucedió a los pocos días de las elecciones, cuando, siguiendo una vieja tradición, los Bush nos invitaron a Michelle y a mí a un recorrido por el que en breve sería nuestro hogar. Recorrimos la sinuosa entrada del jardín Sur de la Casa Blanca en un vehículo del Servicio Secreto, intentando asimilar el hecho de que en menos de tres meses nos mudaríamos allí. Era un día soleado y cálido, los árboles aún tenían muchas hojas y el jardín de las Rosas rebosaba de flores. El prolongado otoño de Washington nos ofreció un bienvenido alivio, porque en Chicago el clima se había vuelto oscuro y bruscamente frío, el viento del Ártico había desnudado los árboles de sus hojas, como si el poco habitual ambiente templado que habíamos disfrutado la noche de las elecciones hubiera sido apenas parte de un decorado más amplio que debía ser desmantelado en cuanto se acabara la celebración.

El presidente y la primera dama, Laura Bush, nos recibieron en el Pórtico Sur, y tras el obligatorio saludo a los reporteros, el presidente Bush y yo nos dirigimos al despacho Oval, mientras Michelle y la señora Bush fueron a la residencia a tomar el té. Tras algunas fotografías más y después de que un joven mayordomo nos ofreciera un refrigerio, el presidente me invitó a tomar asiento.

—¿Y? —me preguntó— ¿Qué se siente?

—Es demasiado —dije sonriendo—. Seguro que lo recuerdas.

—Sí, lo recuerdo. Parece que fue ayer —dijo asintiendo con energía—. Aunque, te lo advierto... es todo un viaje el que estás a punto de empezar. No hay nada parecido. Hay que recordarlo todos los días para valorarlo.

Ya fuera por respeto a la institución, por la experiencia de su padre o por los malos recuerdos de su propia transición (había rumores de que algunos empleados de los Clinton habían quitado la letra w de los ordenadores de la Casa Blanca antes de marcharse), o quizá solo por una cortesía elemental, el presidente Bush terminó haciendo todo lo que estuvo en su mano para que las cosas fluyeran sin problemas durante aquellas once semanas entre mi elección y su partida. Todos los despachos de la Casa Blanca tenían un detallado «manual de instrucciones». El personal se había ofrecido a reunirse con sus sucesores, responder preguntas e incluso permitir que estuvieran presentes mientras aún cumplían con sus obligaciones. Las hijas de Bush, Barbara y Jenna, por aquel entonces ya unas jovencitas, reorganizaron sus agendas para hacerles a Malia y a Sasha su propio recorrido por los lugares más «divertidos» de la Casa Blanca. Me prometí a mí mismo que, cuando llegara el momento, trataría a mi sucesor de la misma forma.

El presidente y yo charlamos sobre una amplia cantidad de temas —la economía, Irak, los medios de comunicación acreditados, el Congreso— durante esa primera semana sin que él abandonara su tono bromista y un poco inquieto. Me ofreció francas valoraciones sobre algunos líderes extranjeros, me advirtió de que personas de mi propio partido acabarían causándome algunos de los peores dolores de cabeza y accedió amablemente a organizar un almuerzo con todos los expresidentes vivos en algún momento antes de la investidura.

Sabía que había ciertos límites inevitables en la sinceridad de un presidente frente a su sucesor; sobre todo frente a uno que se había opuesto a gran parte de su historial. Al mismo tiempo era consciente de que más allá del aparente buen humor del presidente Bush, mi presencia en el despacho que estaba a punto de abandonar debía de despertar en él sentimientos encontrados. Seguí su ejemplo y evité profundizar demasiado en política. Más que nada, me dediqué a escuchar.

Solo en una ocasión dijo algo que me llamó la atención. Estábamos hablando de la crisis financiera y de los esfuerzos del secretario Paulson por organizar el programa de rescate a los bancos ahora que el TARP había sido aprobado en el Congreso. «La buena noticia, Barack —dijo—, es que cuando asumas el cargo, te habremos evitado la parte más dura. Vas a poder arrancar haciendo borrón y cuenta nueva.»

Me quedé mudo por un instante. Charlaba con Paulson con frecuencia y sabía que la probabilidad de una caída en cadena de los bancos y una crisis económica global seguía siendo muy real. Miré al presidente e imaginé todas las esperanzas y las convicciones que debía de haber traído la primera vez que entró al despacho Oval como presidente electo, no menos encandilado por su brillo que yo, e igual de ansioso por cambiar y mejorar el mundo, igual de seguro de que la historia iba a juzgar su presidencia como un éxito.

—Fue un gesto muy valiente por tu parte lograr que se aprobara TARP —dije al fin—. Enfrentarte a la opinión pública y a tanta gente de tu propio partido por el bien del país.

Al menos eso era cierto. No tenía sentido decir nada más.

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