Adam Minter
En marzo, un satélite militar chino pareció desintegrarse espontáneamente en órbita, dejando un rastro de escombros sobre la Tierra. Si China sabía algo, no lo dijo. ¿Explotó el sistema de propulsión? ¿Hubo una colisión con algunas de las basuras espaciales que se acumulan en órbita? ¿O sucedió algo más conspirativo? El misterio persistió hasta el mes pasado, cuando un astrónomo del Centro de Astrofísica anunció la respuesta. Yunhai 1-02, como se conoce al satélite, colisionó con un trozo de chatarra sobrante del lanzamiento de un cohete ruso en 1996.
Fue el primer gran choque en la órbita terrestre desde 2009. No será el último. Gracias a los avances en las tecnologías de cohetes y satélites que ahorran costos, cada vez más países y empresas se preparan para poner en órbita más cosas que nunca. A medida que lo hagan, el riesgo de colisiones no hará más que aumentar.
La buena noticia es que la basura espacial es uno de los pocos problemas en los que los adversarios geopolíticos y los rivales empresariales deberían encontrar una causa común. Al menos, esa es la esperanza. Los científicos y los responsables políticos llevan décadas preocupándose por la basura espacial, es decir, por las naves muertas y no deseadas que quedan en el espacio finito de la órbita de la Tierra.
Un artículo publicado en 1978 planteaba un escenario sombrío. A medida que proliferaran los satélites, también lo harían las colisiones; cada colisión produciría a su vez desechos que aumentarían la probabilidad de que se produjeran más colisiones. El resultado podría ser un cinturón de basura espacial tan denso que haría inutilizables ciertas órbitas terrestres bajas. El estudio suscitó un gran interés de la NASA, que creó una Oficina del Programa de Desechos Orbitales para tratar el problema.
En 1995, la agencia publicó el primer conjunto de directrices de mitigación de desechos del mundo. Entre otras cosas, proponía que los satélites fueran diseñados para volver a entrar en la atmósfera de la Tierra en los 25 años posteriores al término de la misión. Otros países con actividades espaciales y las Naciones Unidas siguieron con sus propias directrices. Pero faltaba urgencia y cumplimiento, en parte porque el mundo aún no había experimentado una colisión destructiva entre naves espaciales y desechos.
Eso cambiaría pronto. En 2007, China lanzó un misil balístico contra uno de sus antiguos satélites meteorológicos, produciendo la mayor nube de desechos espaciales jamás detectada. Dos años más tarde, un orbitador de comunicaciones ruso que no funcionaba colisionó con uno que sí lo hacía, operado por Iridium Satellite LLC, produciendo casi 2,000 piezas de escombros que medían al menos 10 centímetros de diámetro. Cualquiera de esos fragmentos podría causar daños potencialmente catastróficos en caso de colisión.
Desde entonces, la situación no ha hecho más que empeorar. Más de 100 millones de piezas de basura espacial orbitan ahora la Tierra. Aunque la gran mayoría son del tamaño de un grano de arena o más pequeños, al menos 26,000 trozos son lo suficientemente grandes como para destruir un satélite. A medida que más entidades tratan de acceder a la órbita con fines científicos y comerciales, la probabilidad de una colisión crece rápidamente.
Actualmente hay unos 4,000 satélites operativos en órbita; en los próximos años, ese número podría aumentar a más de 100,000. Nada de esto es nuevo para las naciones que navegan por el espacio, que son muy conscientes de cómo la basura espacial podría afectar a sus operaciones de investigación (incluida la amenaza que representa para los astronautas a bordo de la Estación Espacial Internacional). Empresas como SpaceX están construyendo constelaciones de nuevos satélites que serán vulnerables a los desechos de todo tipo.
A medida que la órbita terrestre se convierte en un escenario cada vez más importante para la competencia militar, también existe el riesgo de que las colisiones puedan ser malinterpretadas como algo distinto a un accidente.
Entonces, ¿qué se puede hacer?
En primer lugar, sería útil tender puentes entre las naciones que navegan por el espacio. El Tratado del Espacio Exterior de 1967, negociado durante una carrera espacial anterior con poca participación de China, necesita urgentemente una actualización. En particular, las disposiciones que otorgan a los países derechos de propiedad permanentes sobre sus objetos en el espacio pueden complicar los esfuerzos de limpieza de los desechos. ¿Podría China retirar unilateralmente un satélite ruso desaparecido —que podría contener valiosa propiedad intelectual— si su propio equipo estuviera en peligro inminente? Una mayor claridad en estas cuestiones podría ayudar a impulsar la confianza y la cooperación.
A continuación, la NASA debería financiar la investigación de tecnologías de eliminación de desechos —las recientemente demostradas por Astroscale, una startup japonesa, ofrecen un ejemplo prometedor— y considerar la posibilidad de asociarse con empresas que las desarrollen. Estados Unidos también debería tratar de ampliar los Acuerdos de Artemisa, un marco de cooperación espacial que incluye (hasta ahora) a otros 11 países.
A medida que se sumen más naciones, los protocolos de mitigación de desechos, como el requisito de especificar qué país es responsable de la planificación del fin de la misión, deberían convertirse en algo rutinario. Ninguna de estas medidas puede tomarse lo suficientemente pronto para evitar el próximo choque de satélites. Pero, con el tiempo, deberían contribuir a que el espacio sea un lugar en que los países y las empresas colaboren, no colisionen.