Escribe: Michelle Salcedo, vicepresidente de Talento Humano y Asuntos Corporativos de AFP Integra.
Hace algunos meses, tuve la suerte de escuchar una charla de Chris Barton, fundador de Shazam, en la que contaba cómo su camino estuvo lleno de fracasos. Desde la imposibilidad de comprar un proyector por falta de dinero, las fallas y problemas de las primeras versiones de su herramienta, hasta los rechazos desgarradores de inversionistas que le decían que su producto jamás lograría ser exitoso. Todos conocemos el desenlace de esta historia, en el cual la aplicación que se convirtió en una de las más usadas en el mundo , hoy es parte de la familia Apple y supera los mil millones de búsquedas al mes.
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Este suele ser el tipo de historia que se usa para inspirarnos y demostrarnos que fallar no es malo y que no deberíamos tener miedo a equivocarnos. Sin embargo, lo curioso es que estas historias suelen empezar por el final, es decir, resaltando el momento de éxito, lo cual puede llevarnos a sentir que el fracaso vale la pena vivirlo y compartirlo solo cuando al final tenemos un triunfo que contar.
Hoy en día, muchas personas sienten que sus organizaciones dicen celebrar e invitar al error, pero que en la realidad estese penaliza. Por otro lado, muchas tienen miedo a equivocarse por la terrible sensación de fracaso que esto puede generar; no es algo que les haga sentir cómodas, sino que les genera ansiedad y, a veces, hasta vergüenza. A pesar de todas las historias inspiradoras que han escuchado, no tienen la certeza de que la suya vaya a terminar igual.
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Creo que todas estas percepciones parten de asumir que todas las equivocaciones son iguales, cuando en realidad, como en todo, es indispensable separar la paja del trigo. Amy Edmonson, autora de “The Right Kind of Wrong”, habla de una especie de espectro del error; en un extremo está el error reprochable y en el otro el fracaso que se celebra. A lo largo del espectro, se presentan diversas causas de por qué las personas fallan, que pasan por el sabotaje (claramente en el extremo reprochable), la falta de atención, la falta de habilidad, la magnitud del desafío y el momento de incertidumbre o experimentación diligente. En el otro extremo está lo que ella llama el “error inteligente”. Ese que las organizaciones fomentan; el que no se castiga, sino que se celebra , y que no debería hacernos sentir vergüenza porque tiene la capacidad de generar un enorme valor.
¿Qué características tiene un “error inteligente”? Según Edmonson, es aquel que ocurre en territorio nuevo (en el campo de la experimentación); en un contexto en el que brinda una oportunidad de avanzar hacia un objetivo deseado; se basa en una hipótesis; es lo más pequeño posible; y permite aprender algo. En otras palabras, para calificar nuestro tipo de equivocación, debemos preguntarnos cosas como : ¿usé toda la información que tenía disponible? ¿aproveché los recursos de manera eficiente? ¿mitigué todos los riesgos que podían preverse? ¿mi acción o decisión tenía un propósito válido? y, sobre todo, ¿qué lección aprendí?
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Fallar de forma inteligente es positivo, no sólo por el éxito que puede traer al final del camino, sino porque, como explica Raphael Rose, psicólogo clínico de UCLA, se trata de un elemento clave para desarrollar resiliencia. Y las personas con mayor resiliencia tienen más probabilidades de sentir emociones positivas como alegría, disfrute, conexión social, etcétera, y menos probabilidades de sentir ansiedad, tristeza, envidia, mal humor o miedo. Es decir, equivocarnos diligentemente nos ayuda a crecer.
Todas estas teorías y explicaciones son veraces, pero no necesariamente hacen que equivocarse sea menos duro. Lo cierto es que la única forma de sentirnos cada vez más cómodos con la incomodidad que nos genera fallar es practicando y permitiendo que la evaluación de nuestras acciones venga de nuestras ganas de aprender y no del ego.
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