
Escribe: Omar Mariluz Laguna, director periodístico
El oro está de vuelta en las portadas globales. La onza superó los 3,500 y hasta los 3,600 dólares, con Goldman Sachs advirtiendo que podría alcanzar los 5,000 si la Fed pierde independencia bajo la presión política de Donald Trump. Para los grandes fondos y bancos centrales, acumular lingotes del metal precioso es el nuevo seguro de vida frente al caos. En resumen: el mundo compra miedo en onzas.
Hasta ahí, un fenómeno de mercado. Pero en el Perú, cuando el oro brilla, no ilumina la economía formal, sino que enciende los motores de la minería ilegal. Hoy, las mafias auríferas son más rentables que los carteles de cocaína, y encima gozan de beneficios legales que harían envidiar a cualquier empresario formal. Mientras Wall Street paga en efectivo, en Lima el Congreso paga con leyes.
El ejemplo más grotesco es el REINFO, la lista mágica que convierte a miles de ilegales en “mineros en proceso de formalización”. Esa puerta trasera se ha prorrogado tantas veces que ya parece vitalicia. Y como si fuera poco, se les concedió un regalo explosivo: acceso a dinamita bajo un régimen excepcional, con trámites en SUCAMEC. La paradoja es brutal: un país incapaz de darle chalecos antibalas a sus policías sí puede garantizar que un minero ilegal tenga su polvorín en regla.
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¿Consecuencias? Pregúntele a Trujillo. En menos de un mes, dos atentados con explosivos arrasaron zonas residenciales. El último, el 4 de septiembre, dejó once heridos y decenas de viviendas destrozadas. La minería ilegal ya no se esconde en socavones; ahora marca territorio en plena ciudad. Y todo mientras el precio del oro sigue trepando.
En paralelo, el Congreso juega a los malabares semánticos. Primero, retiró a la minería ilegal de la tipificación de crimen organizado. Ahora, aprobó la nueva figura de “criminalidad sistemática” con penas de cadena perpetua, pero - ¡sorpresa! - otra vez sin incluir a la minería ilegal. Es como lanzar una ley anticorrupción que se olvide, por error tipográfico, de los sobornos. Casualidades, dirán. Blindajes, responde la realidad.
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Cada dólar que gana la onza es un voto que pierde la democracia. El dinero del oro ilegal no se queda en los campamentos: se lava en empresas, se invierte en campañas, compra radios locales, alcaldes, fiscales y hasta jueces. Si el metal alcanza los 4,000 dólares la onza, no sería extraño que en el 2026 no elijamos un presidente, sino al gerente general de las mafias auríferas.
El Estado promete mano dura, pero en la práctica ofrece alfombra roja. Entre operativos mediáticos y leyes complacientes, el mensaje es claro: dinamita sí, cárcel no. La ecuación es simple: precio alto + reglas blandas = poder criminal en expansión. Y cuando la pólvora llega a las ciudades, ya no hablamos de informalidad: hablamos de un Estado capturado.
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La pregunta incómoda es si este blindaje político coincide por casualidad con los récords históricos del oro, o si, en realidad, es la fiebre dorada la que dicta la agenda legislativa. Cuando el oro sube, también suben las tentaciones políticas. Y lo que hoy se negocia no son solo concesiones, sino el futuro de nuestra democracia.
Porque no todo lo que brilla es oro. A veces es mercurio contaminando ríos, dinamita explotando en Trujillo y leyes redactadas con manos manchadas de dorado. El oro seguirá moviéndose al ritmo de la geopolítica global, pero la política peruana parece moverse al ritmo de la dinamita.

Magíster en Economía, diplomado internacional en Comunicación, Periodismo y Sociedad, estudios en Gestión Empresarial e Innovación, y Gestión para la transformación. Cuento con más de 15 años de experiencia en el ejercicio del periodismo en medios tradicionales y digitales.








