La transición de los Estados autocráticos hacia los modelos democráticos modernos implicó, entre otras cosas, que el poder político pase de estar concentrado en una sola persona u organismo, a estar dividido y limitado en una Constitución. Ello con el fin de evitar la acumulación del poder, pues la historia nos enseñó que la acumulación excesiva de poder suele llevar a quienes lo ostentan a abusar de ese poder.
Así, una sociedad es más democrática cuando el poder político está desconcentrado y protegido por un sistema de pesos y contrapesos entre varios organismos públicos. Si el Poder Ejecutivo abusa de su poder, el Congreso puede censurar ministros o, en casos extremos, destituir al presidente. Si el Congreso aprueba una ley inconstitucional, el Tribunal Constitucional puede remover esa ley del sistema legal. Pero para que todo esto funcione, cada organismo debe ser independiente del resto y de algún sector político en particular, además de ser liderados por personas con experiencia y preparación.
En nuestra democracia, el rol que la Constitución le otorga a la Defensoría del Pueblo en el sistema de pesos y contrapesos implica crucialmente el deber de intervenir en favor de la ciudadanía cuando se estén vulnerando sus derechos, sobre todo si esto ocurre por parte de otros organismos públicos. Su prioridad es ayudar a las personas más necesitadas que vienen sufriendo algún tipo de injusticia. Para ello, como es evidente, es vital que la Defensoría cuente con personal técnico y capacitado, que además no responda a las presiones políticas de los poderes de turno, sino a las necesidades de la gente.
Si bien antes ha habido cuestionamientos puntuales a gestiones previas de la Defensoría, nunca había pasado que el Congreso nombre Defensor a una persona tan claramente dependiente de un sector político –particularmente de Vladimir Cerrón–, que además no contara con ningún mérito o experiencia relevante para el cargo.
Por si esto fuera poco, las renuncias y remociones reveladas recientemente de personal que llevaba varios años en la institución y que ha sido reemplazada por personas cercanas a los partidos políticos que eligieron al nuevo Defensor, dan cuenta de un organismo que se está retrocediendo en institucionalidad y volviéndose más personalista (es decir, más dependiente de quién es la cabeza de turno).
Por otra parte, la negativa del Defensor a que la institución se pronuncie sobre varios temas recientes de interés de la ciudadanía, como varias leyes polémicas aprobadas recientemente, incluyendo algunas que favorecían a sus autores; muestran que la Defensoría ya no parece tan independiente del poder político de turno.
La Defensoría debería ser una institución técnica cuya prioridad sea defender a la ciudadanía. ¿Pero son realmente esas las prioridades de este nuevo Defensor?