No hay peor escenario político para asumir un gobierno que el que le ha tocado a Dina Boluarte. Cuando Martín Vizcarra sucedió a Kuczynski, en 2018, tenía el respaldo de la calle en contra de un beligerante Congreso fujimorista. Lo usó para sobrevivir durante más de dos años. Francisco Sagasti, en el 2020, llegó a Palacio tras una manifestación masiva que presionó al Parlamento a elegirlo. Se apoyó en eso -y en que el suyo era solo un mandato de transición- para sostenerse ocho meses.
Boluarte, en cambio, arranca con los dos frentes en contra. Y en ambos tiene la urgencia de maniobrar rápido, antes de que la pongan contra las cuerdas. Por un lado, la movilización social está creciendo en número y violencia. Por el otro, la oposición congresal afila las uñas para hacer lo que lleva escrito en el ADN: tomar el poder apenas vea la oportunidad. El respaldo que algunas bancadas le han expresado es previsiblemente ocasional y efímero.
La situación es grave para la nueva presidenta. Un gobierno puede sobrevivir al asedio parlamentario si tiene respaldo popular. Así lo hizo Vizcarra, con aprobaciones que rondaban el 80%. O, al revés, se puede gobernar con el rechazo del pueblo si se tienen cerrados los votos en el Parlamento. Fue el caso de Alejandro Toledo (cuyo respaldo llegó a ser de un dígito) y del propio Pedro Castillo, que no necesitaba subir del 30% mientras tenía asegurados los votos del cerronismo y de Los Niños. De hecho, recién cuando pensó que había perdido esas ‘curules cautivas’ es que se aventuró a dar el autogolpe.
Hoy Boluarte no tiene ningún sostén al cual arrimarse para capear la tempestad que ha heredado. En el tablero parlamentario, sin bancada, carece de los votos para sostenerse. Antes de lo que piensa, la oposición buscará un resquicio para sacarla y cimentar su camino a Palacio, tal como ocurrió con las bancadas que ungieron a Manuel Merino en el 2020. El fenómeno es amoral: por cómo está diseñado el sistema político peruano, los congresistas están obligados a buscar constantemente formas de ampliar sus cuotas de poder. Tomar el Ejecutivo es una de ellas.
Pero en el tablero de ‘la calle’ la presidenta podría perder la partida incluso con mayor velocidad. Quemas de instituciones públicas, ataques a empresas y toma de propiedad privada son alertas claras de que las manifestaciones han agarrado viada y se volverán más difíciles de manejar en los próximos días. Si la convulsión social tiene una característica que la define, es esta: se sale de control más rápido de lo previsto.
En esas circunstancias -acorralada y sin soporte para dar batalla- se entiende lo anunciado por Boluarte ayer a medianoche. Un adelanto de elecciones generales es un zarpazo estratégico y audaz, si se lo piensa como parte de un plan a 12 meses. Atiende un pedido mayoritario de la población, que quiere tirar las cartas nuevamente -aunque la baraja no augure un resultado ideal-, y coloca un horizonte más corto y manejable para su frágil mandato.
En términos estratégicos, además, la presidenta busca redirigir la presión de uno de sus ‘rivales’ sobre el otro. ¿La calle le exigía adelantar las elecciones? Con el proyecto que acaba de presentar el Ejecutivo, la movilización social ahora debería enfocar la presión sobre el Parlamento, responsable de aprobar la votación adelantada. El problema es que lo que gana Boluarte es un aire para el mediano plazo, pero que resulta insuficiente para aplacar la movilización en curso.
Es cierto que una de las principales demandas de los manifestantes era el adelanto de elecciones. Pero la realidad muestra que dárselos no ha apagado la gasolina que los impulsa. Al contrario, tras el anuncio de Boluarte, ayer las protestas escalaron y volvieron a registrarse choques violentos con la Policía. Hay ya, por lo menos, siete muertos. La razón va quedando más clara con las horas: las protestas no tienen una agenda concreta que pueda ser negociada punto por punto, sino que responden más a la explosión de un sentimiento en un grupo de personas.
Tras el mensaje de anoche, varias organizaciones sociales movilizadas han puesto en papel otras demandas: una Asamblea Constituyente, por ejemplo, o que se vayan todos -sí o sí- el próximo año y no en 2024. Estas pueden ser entendidas en su dimensión literal, pero también como parte de un empuje emocional hacia romper algo y rehacerlo en otros términos. Y como toda revuelta, la de estos días también busca un caudillo visible para que encarne dichos sentimientos. Algunos -no todosya piden abiertamente la inaceptable liberación del golpista Castillo.
Atender las protestas demandará que Boluarte emplee su hilo más fino. En un escenario de rabia desatada y violencia en crecimiento, son pocas las cartas que le quedan por sacarse de la manga. Su fragilidad se huele a kilómetros y hace salivar a quienes ganan a río revuelto. Y eso sí: cada muerto -además de ser humanamente lamentable- aviva el sentimiento colectivo, que todavía está focalizado en zonas específicas, y lo acerca al punto en que termina por desbordarse.