Congresista
En el 2019, los economistas Alain Cohn, Michael Andre Marechal, David Tannenbaum y Christian Lukas Zund (“Civic honesty around the globe”) condujeron un interesante y revelador experimento: distribuyeron billeteras en las calles de 355 ciudades en 40 países (incluido el Perú) e hicieron un seguimiento del porcentaje de billeteras en cada ciudad que eran devueltas a sus respectivos propietarios.
En promedio, los latinoamericanos devolvieron la mitad de las billeteras que fueron devueltas en los países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico). Entre los tres peores países del mundo, si no el peor de todos: nuestro querido Perú. ¿Y qué nos dice esto? ¿Cómo lo leemos? Como se explica en el “paper”, la respuesta tiene varias aristas, pero aquí quiero enfatizar una de ellas, la más grave: nos revela como un país de poco o nulo civismo y que dicha falta de civismo explica, en importante medida, cómo así hemos llegado al estado actual de franco desgobierno. Y aquí comienza esta columna.
En el sustrato de nuestro poco civismo está una cultura de la desconfianza. Desconfianza que socava todo tipo de relaciones, sociales, políticas y económicas. Desconfianza que está al alza y penetra todos los ámbitos y todos los rincones del país. Entre las personas (desconfianza generalizada) y entre la población y las distintas instituciones del gobierno nacional.
Todo esto lo revelan rutinariamente las encuestas que llevan a cabo empresas especializadas, como el informe “Confianza Interpersonal 2022, Global Advisor, de IPSOS, que sugiero que lean con mucha atención. Pero la relación precisa entre la desconfianza y el desgobierno la podemos deducir a partir de la lectura de “Confianza: La Clave de la Cohesión Social y el Crecimiento de América Latina y el Caribe”, publicado hace unas semanas por el BID.
La desconfianza en los poderes del Estado explica las dificultades que existen para desarrollar y poner en marcha todo tipo de políticas públicas. Tomemos por ejemplo la tributación. En un país donde prima la desconfianza en cuanto a la capacidad y transparencia del Estado–en sus tres niveles, nacional, regional y local–para usar adecuadamente los frutos de la recaudación tributaria, no sorprende que la tributación misma se encuentre deslegitimada y que por ende tengamos una recaudación (como porcentaje del PBI) 9 puntos porcentuales por debajo del promedio latinoamericano y 20 puntos por debajo del promedio de los países de la OCDE. Igualmente, la mayor desconfianza en las instituciones se refleja en una menor disposición por parte de individuos y empresas a obedecer leyes y regulaciones, dando mayor impulso a la informalidad.
Los ejemplos abundan. En general, el trabajo del BID proporciona abundante evidencia estadística que demuestra la fortaleza de estas y otras relaciones (“a mayor confianza, mayor productividad”, “a mayor confianza, mayor PBI per cápita”, “a mayor confianza, menor nivel de desigualdad”, y viceversa. Urge por ello mejorar los niveles de confianza, porque la desconfianza –como queda clarísimo en el estudio– es la madre del desgobierno.
He aquí tal vez la mejor explicación del desgobierno que vivimos y sufrimos estos días: un Ejecutivo que pretende imponer un “ideario” autoritario que busca –mediante una Asamblea Constituyente no contemplada en la actual Constitución– “cambiar” de raíz la esencia democrática de nuestra economía social de mercado, generando mayores niveles de desconfianza y con ello un desgobierno todavía mayor. Y junto a esta monserga, cuatro gabinetes comandados por agentes de la división entre peruanos, verdaderos promotores de la desconfianza.
Así que la solución está a la vista: comenzar por un gobierno que genere confianza. Un gobierno, digo, no un simple gabinete más. El momento de las definiciones está cerca. No perdamos de vista el gran objetivo: confianza y gobernabilidad.