Tal y como se esperaba, Claudia Sheinbaum fue elegida para ser la próxima presidenta de México.
Su contundente victoria del domingo es histórica en más de un sentido: será la primera mujer líder en un país tradicionalmente machista, lo que dará esperanzas a millones de mujeres que todavía sufren barreras cotidianas para alcanzar sus metas y sueños. También obtuvo la mayor proporción de votos desde que México comenzó a celebrar elecciones competitivas, lo que le dio a la exalcaldesa de Ciudad México el mandato más sólido posible.
Lo que es más simbólico desde un punto de vista político, estará a cargo de defender el legado del hombre que fue fundamental para su triunfo: el presidente y mentor Andrés Manuel López Obrador, quien se marcha envalentonado por la victoria de su partido por más de 30 puntos de diferencia a pesar de claras deficiencias políticas durante su Administración.
Aquí es donde radica el conflicto fundamental de la presidencia de Sheinbaum: su sexenio ya ha sido perfilado por AMLO, quien se asegurará de que las políticas fundamentales que sustentan su “transformación” sigan vigentes. Para eso, cuenta con la lealtad inquebrantable de Sheinbaum, quien declaró la semana pasa en su último acto de campaña que AMLO fue el mejor presidente que ha tenido México y que su elección en 2018 cambió el curso de la historia del país.
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Morena, el grupo político que fundó AMLO, está más cerca de ser un movimiento unido en torno a su querido líder que de ser un partido tradicional con reglas y procesos internos claros. Y es probable que algunos de los aliados más cercanos de AMLO permanezcan en el Gobierno de Sheinbaum, empezando por el secretario de Hacienda, Rogelio Ramírez de la O.
La supermayoría de la que probablemente disfrutarán Morena y sus aliados les permitirá impulsar enmiendas constitucionales en el Congreso después de la aplastante victoria del domingo, lo que hará que el legado de AMLO sea aún más poderoso y la deuda de Sheinbaum con él, aún mayor.
Ahora es mucho más probable que se aprueben propuestas controvertidas del presidente, como elegir jueces de la Suprema Corte de Justicia por voto popular, desmantelar órganos independientes o reducir la representación de las minorías en el Congreso, incluso antes de que termine su mandato el 30 de septiembre (el nuevo Congreso toma juramento un mes antes que el presidente entrante).
Para efectos prácticos, después de estas elecciones, México se parecerá al sistema hegemónico de partido único que dominó el país durante la mayor parte del siglo pasado. Los inversionistas huelen problemas, como lo demuestra la caída que experimentó el peso durante la noche.
Sin embargo, al mismo tiempo, Sheinbaum descubrirá pronto (si no lo ha hecho ya) que algunas de las políticas que heredará de AMLO son insostenibles y se verá obligada a cambiar de dirección si quiere mejores resultados. Entre ellas se incluyen el ruinoso apoyo financiero a la petrolera nacional Pemex (donde AMLO gastó alrededor de US$ 80,000 millones sin mejorar significativamente la posición de la compañía), el favorecimiento de la inversión estatal sobre la inversión privada en infraestructura en áreas estratégicas como energía, energías renovables o agua, y la estrategia de seguridad de no intervención que hizo de la Administración de AMLO la más sangrienta en la historia de México.
Esa tensión entre continuidad y cambio será la característica de la presidencia de Sheinbaum hasta 2030. Eso es aún más cierto porque, después de una gestión austera durante la mayor parte de su Administración, AMLO está dejando el mayor déficit fiscal desde la década de 1980, lo que requerirá un presupuesto más ajustado el próximo año. Una economía en desaceleración hará que ese trabajo sea más difícil. Y las promesas de campaña de Sheinbaum, incluido el apoyo económico adicional para mujeres mayores, becas para estudiantes de escuelas públicas y otros proyectos de bienestar que implican más gasto, chocan con su promesa de continuar con la austeridad.
Sheinbaum ha sido un soldado leal a la causa de AMLO. En sus primeros comentarios como presidenta electa, recitó casi textuales los grandes éxitos sobre gobernar de López Obrador, desde promesas anticorrupción hasta no aumentar los precios de la gasolina o la electricidad. Espere que el nombre de López Obrador sea plasmado en monumentos y grandes proyectos en todo México para satisfacer los deseos megalómanos de un presidente obsesionado con la historia.
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Al mismo tiempo, Sheinbaum necesitará encontrar su propia voz y estilo de liderazgo. La presidencia de México es demasiado poderosa para ser ocupada por sustitutos o imitadores. Con el tiempo podremos ver un Gobierno con ambiciones de izquierda mucho más claras que las de AMLO, cuya inusual combinación de ideas conservadoras, progresistas y nacionalistas en ocasiones confundió a los observadores de México. También espero que Sheinbaum deje claro, por si alguien no estaba poniendo suficiente atención, que ella será la jefa una vez que AMLO se vaya.
Las diferencias entre ambos líderes abundan a pesar de su aparente simbiosis: mientras que AMLO es el producto típico de las décadas de partido único del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México, Sheinbaum se formó en política en los movimientos estudiantiles de izquierda que lucharon por la libertad política en los años 1980 y principios de los 1990.
La doctora en ingeniería energética de 61 años —que ocupó su primer cargo electo recién en 2015— es una científica y experta en cambio climático que, sin embargo, apoyó la política propetrolera de AMLO y desestimó el impacto ambiental de sus grandes proyectos de infraestructura. También es una feminista en un Gobierno que atacó a los grupos feministas y una humanista que defendió la imprudente militarización de la vida pública de México por parte de AMLO. También parece asignar más valor a las decisiones técnicas que el instintivo López Obrador.
Estas diferencias quedaron al descubierto en un comentario que Sheinbaum hizo el mes pasado durante la campaña, comentario que algunos entendieron erróneamente como una indirecta a su jefe, pero que en realidad era una evaluación honesta de cómo ve su proyecto presidencial: “Es nuestra lucha porque venimos luchando de hace años... Nosotros no vamos a llegar a la presidencia, como lo hizo el presidente Andrés Manuel, por una ambición personal”, dijo sobre sus aliados generacionales durante un discurso en Los Cabos. “Nosotros llegamos a hacer justicia, nosotros llegamos a que haya bienestar al pueblo de México”.
Al igual que su jefe, la presidenta entrante de México asigna una gran importancia a su papel en la historia de México. Tiene una visión, un plan, disciplina y ahora un enorme poder para implementarlo. La forma en que maneje las tensiones cada vez más agudas entre la presión política interna por la continuidad y el imperativo externo por el cambio determinará el éxito o el fracaso de su Administración.
Por Juan Pablo Spinetto
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