Luiz Inácio Lula da Silva y Andrés Manuel López Obrador, los célebres presidentes de izquierda de Brasil y México, fueron noticia recientemente por hacer comentarios desubicados.
Durante una visita a Etiopía, Lula dijo que la guerra de Israel en Gaza era un genocidio comparable al Holocausto, “cuando Hitler decidió asesinar judíos”. Esa incendiaria analogía desencadenó una crisis diplomática con Israel y, ante la insistencia de Lula, una desagradable pugna con el primer ministro Benjamin Netanyahu.
Por su parte, AMLO divulgó información personal de la jefa de la corresponsalía del New York Times en México al leer su nombre y número de teléfono móvil en su conferencia de prensa diaria, en aparente represalia por haber informado algo que no le gustó.
Un día después, el presidente defendió sus acciones —que parecen violar el derecho de protección de datos personales consagrado en la Constitución del país— diciendo que la periodista puede simplemente conseguir “otro número” si se siente amenazada por la divulgación.
“Por encima de esta ley está la autoridad moral, la autoridad política”, dijo AMLO de sí mismo, en una cita que quedará en la historia. Apenas unas horas después de esta extraordinaria perorata, se filtraron en las redes sociales los teléfonos personales de varios políticos de alto nivel, incluidas las dos principales candidatas presidenciales de México e incluso el hijo mayor del presidente.
Independientemente de lo que se pueda decir sobre las cuestiones subyacentes que llevaron a ambos presidentes a abrir la boca, no hace falta ser muy imparcial para admitir que sus respectivos comentarios fueron reprochables. También fueron contraproducentes, ya que aumentaron las tensiones políticas y socavaron algunos de los propios objetivos de sus Gobiernos: en el caso de Lula, tener una política exterior creíble e influyente; para AMLO, mejorar las posibilidades de su partido en la campaña presidencial que comienza esta semana.
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Como líderes experimentados, Lula y AMLO podrían haber aplacado el revuelo político disculpándose y dejando atrás rápidamente las tormentas que provocaron sus comentarios desacertados. En lugar de eso, redoblaron la apuesta. Estos arrebatos pueden mantener a sus respectivas bases, que quieren sangre y no disculpas, movilizadas, pero a costa de alienar a los independientes y dar a su oposición una grieta.
También es cierto que a los seres humanos no nos gusta admitir errores, ni en público ni a nivel personal, a menos que no nos quede más remedio. La estratega política Ana Iparraguirre, de la consultora GBAO, con sede en Washington, añade que pedir perdón equivale a aceptar la culpa, una opción que los adversarios aprovecharán y utilizarán contra uno en las redes sociales.
“Pedir perdón es una herramienta. Se puede hacer una o dos veces, pero si uno pide disculpas constantemente, los votantes buscarán a otro para que gobierne”, me dijo.
También hay razones generacionales detrás de todo esto: Lula tiene 78 años y AMLO 70, y ambos crecieron en una época en la que mostrar debilidad y reconocer los errores no se consideraban rasgos masculinos deseables. Para líderes orgullosos como ellos —y para una gran parte de sus seguidores que valoran las reacciones del tipo “decir las cosas como son”— la terquedad es una virtud, no una desventaja.
Pero sí hay caminos alternativos. Analicemos el caso del presidente chileno, Gabriel Boric, un izquierdista de 38 años que no ha tenido reparos en diferenciarse de la vieja guardia progresista de la región.
Según el analista político Gonzalo Valdés, de la Universidad Andrés Bello, Boric se ha disculpado al menos ocho veces durante su presidencia, por todo, desde el intento fallido de reescribir la Constitución hasta la dura evaluación que hizo cuando era diputado de Sebastián Piñera, su predecesor de derecha que falleció trágicamente en un accidente de helicóptero a principios de este mes. Este enfoque ha sido tan inusual que la prensa chilena lo llamó “política de mea culpa”.
La estrategia no está exenta de riesgos. Para empezar, como señala Valdés, puede confundir a los votantes. Pero como también sostiene Valdés, ha permitido a Boric reposicionar su Gobierno. “Ha cambiado mucho y se ha dado cuenta de que las cosas son muy difíciles cuando uno está en el Gobierno. Hay muchos problemas y hay que ser realista”, me comentó.
Tras sufrir el desplome de sus índices de aprobación al principio de su mandato, Boric ha intentado mostrarse más humano y cercano al chileno común. Hasta ahora, esto solo se ha traducido en una ligera mejora de su popularidad: solo el 35% de los chilenos aprueba la gestión de Boric, frente al 61% que la desaprueba, según una encuesta Cadem publicada el 25 de febrero. Pero esa evaluación neta (-26 puntos) es superior a la que tenían sus antecesores Piñera y Michelle Bachelet en un momento similar de Gobierno.
“Boric muestra pragmatismo ideológico”, afirma Guillermo Holzmann, analista político de Santiago. “Es muy representativo de su generación, comparado con Lula o AMLO, que están al final de su vida política”.
Independientemente de las peculiaridades de cada caso, Lula y AMLO, que son más populares, tienen más experiencia y lideran coaliciones más cohesionadas que Boric, tenían el capital político para desescalar sus respectivas situaciones. Deberían seguir el ejemplo de Boric y darse cuenta de que mostrar un poco de humanidad y sentido común no dañaría su reputación como figuras históricas de la izquierda. Y al atenuar la polarización tóxica, podrían incluso hacer un favor a sus propios países.
Por Juan Pablo Spinetto
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