Por Karl W. Smith
Hasta hace relativamente poco -la semana pasada, en realidad-, había alguna esperanza de que se pudiera llegar a un acuerdo comercial integral entre Estados Unidos y China en un futuro relativamente cercano. Luego, los funcionarios chinos y de la NBA mostraron lo difícil que será.
En primer lugar, los chinos rechazaron la noción de un acuerdo comercial radical. En segundo lugar, la desastrosa respuesta de la NBA a las demandas de censura de China dejó de manifiesto por qué algo menos que un replanteamiento total de la relación entre EE.UU. y China será difícil de vender en Washington.
Con China, el presidente Donald Trump no puede repetir su estrategia del TLCAN, donde se conformó con ajustes leves a un acuerdo en lugar de una renegociación extensa. Eso se debe en parte a que, a pesar de su discurso en la campaña, había muy poco apoyo para un reajuste. Los demócratas y republicanos estaban en gran medida de acuerdo con la relación entre EE.UU., México y Canadá.
La relación entre EE.UU. y China es diferente. En 2011, la Comisión de Comercio Internacional de EE.UU. calculó que la infracción de los derechos de propiedad intelectual de China les significaba a las empresas estadounidenses hasta US$ 90,000 millones anuales. Peor aún, advirtió que las políticas de inversión chinas -incluida la exigencia de que las empresas estadounidenses que hacen negocios en China formen empresas conjuntas y transfieran tecnología a compañías chinas- estaban minando el dominio estadounidense.
Irónicamente, esas preocupaciones estaban en el corazón del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, que la administración Trump desechó en 2017. Es decir, desde 2017, la agenda comercial con China no se ha reducido, se ha ampliado.
También se ha vinculado legislativamente a los derechos humanos. El tratamiento de los uigures en Xinjiang y los disidentes en Hong Kong ha recibido una condena bipartidista. Un proyecto de ley de los senadores Marco Rubio y Ben Cardin revocaría el estatus especial de Hong Kong y congelaría los activos de los funcionarios si el gobierno chino aplica una mayor presión sobre los manifestantes.
La decisión de la NBA de castigar al gerente general de un equipo por sus críticas a la política china en Hong Kong ha consolidado los temores sobre la presión del gobierno. Si China puede ejercer tanta influencia sobre una institución estadounidense tan prominente y rentable, ¿cómo ejercerá su poder en Asia Central y África, donde brinda un apoyo económico fundamental?
Es cada vez más improbable, entonces, que un acuerdo que no aborde los derechos de propiedad y los derechos humanos pueda ser aprobado por el Senado. Eso significa que el presidente tiene poco que ofrecer a China además de un regreso al status quo. Al mismo tiempo, los chinos han rechazado la idea de llegar a un acuerdo con Trump que aborde sus principales preocupaciones sobre las políticas industriales y de exportación de China.
No está claro qué influencia le queda a Trump. Su única opción restante, un acuerdo de pequeño calibre para eliminar los aranceles recientes contra China a cambio de más compras agrícolas, sería un fracaso humillante. Dada la decreciente economía de Rust Belt y una investigación de juicio político potencialmente centrada en su solicitud de que China investigue al ex vicepresidente Joe Biden, cualquier tipo de retroceso parecería débil.
Ya era difícil pensar cómo la guerra comercial podría resolverse en beneficio de Trump antes de las elecciones del próximo año. Un final feliz ahora parece casi imposible.