
Con todos los riesgos de que las elecciones generales de Bolivia se complicaran, la votación del domingo transcurrió sorprendentemente bien.
Dos candidatos presidenciales con credenciales sólidas avanzaron a una segunda vuelta en octubre, dando a los bolivianos una verdadera opción para elegir quién ofrece el mejor plan para reactivar la debilitada economía.
Los derrotados aceptaron rápidamente los resultados tras un proceso en gran medida libre de incidentes. En noviembre se instalará un nuevo congreso, con rostros renovados e incentivos para lograr consensos.
De manera más simbólica, el colapso del movimiento socialista que dominó Bolivia durante las últimas dos décadas se produjo sin el drama que envolvió al partido gobernante poco después de que Luis Arce asumiera el poder en 2020.
Hace un año, no habría apostado ni un dólar a este desenlace. Me saco el sombrero.

Antes de que alguien me llame un optimista incorregible: la votación fue la parte fácil; lo que viene será mucho más difícil. La gestión de los gobiernos socialistas de Evo Morales y de su aliado convertido en rival, Arce, fue tan mala que los votantes prácticamente borraron las ideas de izquierda radical del nuevo congreso.
Ahora vendrá una dura batalla por la presidencia hasta la segunda vuelta del 19 de octubre y una incierta transición política. El gobierno que asuma en noviembre enfrentará un desafío mucho mayor: aplicar un severo ajuste fiscal, incluida una devaluación de la moneda, para reflotar una economía en crisis.
La gobernabilidad no estará asegurada en una derecha donde las vanidades personales y el cálculo político suelen pesar más que la unidad en torno a grandes proyectos. Todo podría salir muy mal si no hay negociaciones cuidadosas, políticas acertadas y respaldo social.
Aun así, los bolivianos —incluido el gobierno de Arce— merecen algo de crédito por dejar que el proceso democrático siguiera su curso, pese a los sobresaltos previos a la votación y la histórica fragilidad institucional en el país.
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El resultado abrió un camino para que Bolivia encamine su política y su economía. Y eso no es poca cosa, en particular cuando muchos se niegan a aceptar derrotas electorales, la democracia está desprestigiada incluso en países desarrollados y las grandes potencias juegan al ajedrez geopolítico —solo pregúntenle a los venezolanos.
Las elecciones del domingo también son una lección para Washington: la Casa Blanca de Donald Trump no ha resistido la tentación de interferir en los asuntos políticos de otros países, de Brasil a Colombia, pero lo ocurrido en Bolivia muestra que la mejor estrategia es dejar que las naciones elijan sus propios rumbos en lugar de intentar cambios de régimen.
Cuesta verlo desde el norte, pero el antiamericanismo sigue siendo fuerte en América Latina y casi con certeza será explotado en próximas elecciones —empezando con Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil en 2026.
No me gusta extraer grandes conclusiones regionales a partir de elecciones locales: los latinoamericanos no son más derechistas ahora que antes, y los bolivianos votaron en función de necesidades locales más que de narrativas continentales.

Aun así, un punto resonará más allá de la nación andina: en un clima político favorable a los disruptores y las figuras antisistema, un outsider puede escalar rápidamente. Rodrigo Paz, por quien pocos apostaban antes de la primera vuelta del domingo, es el último ejemplo.
América Latina está entrando en un ciclo electoral intenso —siete presidenciales en 14 meses—, y este patrón probablemente se repetirá una y otra vez.
El senador de 57 años, nacido en España, corre con ventaja para ganar la segunda vuelta, tras superar a Jorge “Tuto” Quiroga y asegurarse el apoyo del tercero, Samuel Doria Medina.
Algunos analistas sugieren que el sorprendente éxito de Paz hace menos probable un ajuste económico drástico, ya que los votantes parecen inclinarse por un enfoque gradualista. En efecto, no ha prometido medidas drásticas, e incluso ha descartado pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional. Tampoco ha dado detalles sobre su plan para superar la crisis económica.
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Sin embargo, su táctica tiene lógica: prometer un acuerdo con el FMI, incluso si resulta inevitable, rara vez es un mensaje de campaña ganador, en Bolivia o en cualquier otro lugar. Ahora tiene dos meses para afinar sus propuestas, pero su foco debe estar en ganarse la confianza del mayor número posible de bolivianos, no de Wall Street.
En cualquier caso, desactivar la bomba económica no será fácil, pese al entusiasmo mostrado por los bonistas bolivianos. El colapso de la paridad que desde 2011 mantenía al boliviano atado al dólar dejó al país con escasas reservas.
JPMorgan Chase & Co. calcula que el banco central tiene apenas unos US$ 150 millones en reservas internacionales líquidas. Una inflación anual de 25% (la más alta en casi cuatro décadas), sumada a la grave escasez de alimentos y combustibles causada por controles de capital y subsidios insostenibles, exige una corrección firme para evitar mayores desequilibrios y costos sociales.
Un calendario más pesado de pagos de deuda en 2026-2027 eleva el riesgo de default. La buena noticia es que, tras la alergia al sector privado de los años socialistas, la próxima administración podría contar con empresas locales y extranjeras para invertir en sectores clave como energía, litio y minería.
Los esfuerzos de estabilización como el que Bolivia necesita han fracasado muchas veces en el país y en el extranjero, por lo que el éxito está lejos de estar asegurado. Pero al menos los bolivianos tienen una oportunidad —y eso, por sí solo, ya es motivo de celebración.
Por Juan Pablo Spinetto, quien es columnista de Bloomberg Opinion y cubre temas relacionados con los negocios, la economía y la política en Latinoamérica. Anteriormente, fue editor en jefe de Bloomberg News para economía y gobierno en la región.








