”Esto es horrible. Tenemos niños”. Gabriela Almeida sostiene en brazos al pequeño Ravi, de un año, mientras espera turno para cargar agua de uno de los pocos grifos disponibles en un barrio del municipio de Alvorada, al este de Porto Alegre.
Gabriela tiene 27 años y es ama de casa. Thiago Oliveira tiene 28 y es obrero en la construcción. En su hogar, otros tres niños de 3, 7 y 10 años esperan poder tomar agua. Desde el sábado, en el barrio de Jardim de Aparecida, el suministro se cortó tras las devastadoras inundaciones que paralizan a Porto Alegre y su región metropolitana.
Thiago carga una bolsa grande y colorida con 10 botellas de tres litros. Impreso en el nailon se lee “Ordem e progresso”, el lema grabado en el pabellón nacional verde y amarillo de Brasil.
Gabriela tiene que racionar el agua. Baño y cocina son “prioridades”, además del agua para beber, claro.
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En la fila, una de las muchas que se ven en esta zona popular de casas de ladrillos rojos, unas 30 personas aguardan pacientes. El supermercado “Nosso Super” facilitó un acceso a su pozo artesiano para que los vecinos se abastezcan.
Es que, en la tienda, no hay más: ni botellas, ni bidones, ni latas. Los últimos recipientes de 10 litros de agua se fueron hace poco rato. “Se acabó hoy de mañana (martes) y estamos intentando pero no sabemos cuándo vamos a tener”, comentó una encargada a la AFP.
En el cercano supermercado “Taka”, la situación es la misma: la sección “Agua” de las estanterías es apenas un hueco vacío.
“Al límite”
Este martes, solo una de las seis centrales que abastecen de agua potable a la región portoalegrense funciona. “No hay previsión de normalización” del servicio, informaron autoridades municipales. En Porto Alegre viven 1.4 millones de personas, pero con el área metropolitana suman 3.5 millones.
Las inundaciones producto de las lluvias de la última semana, con saldo de 90 muertos, 132 desparecidos y más de 155,000 desplazados, dejaron sin energía y agua a buena parte de la región. Eso incluye edificios de apartamentos y hoteles, que como los hospitales y refugios se abastecen con camiones cisterna.
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“Estoy al límite. Dios me libre de quedarme sin agua”, dice Elizabeth, “solo Elizabeth”, a la AFP, mientras carga dos baldes de 5 litros de agua por enésima vez desde las siete de la mañana.
A sus 67 años, esta mujer jubilada, de complexión delgada, lleva días haciendo el trayecto hasta su casa cargando recipientes pesados. El problema es que “uno tiene cierta edad y los bidones grandes me lastiman los brazos”, relató frotándose los músculos.
Un ritual impensado
“Esto es permanente. En todo momento, con todos los vecinos”, dice Benildo Carvalho, de 48 años, mientras pasa la manguera que sale de su casa a un joven para que continúe con la tarea. Media docena de personas esperan, y se ve venir más a lo lejos.
Carvalho tiene un pozo y comparte el agua con cualquiera que venga a pedirle.
Algunos traen incluso botellas pequeñas. Cualquier cosa sirve ante la escasez.
El agua es un hilo, fino, que sale de una manguera plástica. “Hasta ahora no faltó” aquí, dice de su pozo que no está conectado a la red de suministro y por eso se volvió una bendición para el barrio.
Ahora “las personas dependen de estos pozos. Es la primera vez que esto pasa” y compartir el agua es “cuestión de solidaridad. ¡No se puede negar agua!”, exclama.
Las calles de Alvorada son un desfile de gente cargando recipientes transparentes. Caminan lentamente. Conversan. En algunas caras se nota el esfuerzo de trasladar tanto peso. El trajinar es incesante. Desde hace 72 horas, la escena se repite, como un ritual que no se sabe cuándo acabará.
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