A imagen de su célebre Malecón, el largo paseo que domina las aguas parduscas del río Guayas, hoy extrañamente vacío, Guayaquil, la gran urbe portuaria de la costa del Pacífico de Ecuador, luce desierta.
El acceso a los jardines situados a lo largo del muelle de cemento que domina el río está prohibido, y los restaurantes que suelen servir a los turistas los famosos camarones locales permanecen cerrados.
Esta ciudad de más de 3 millones de habitantes, corazón de la economía ecuatoriana, pero también epicentro del narcotráfico, vive en la psicosis de la violencia ciega de las bandas criminales, en estado de guerra abierta desde el domingo contra el gobierno.
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No se ve un alma en el Malecón. El muy cercano centro de la ciudad, su verdadero corazón, con sus oficinas públicas y su distrito de negocios, que suele estar repleto cuando la gente sale de sus trabajos, aparece extrañamente vacío el miércoles por la tarde.
Se ven algunos vehículos en las avenidas principales, raros peatones que se apresuran a regresar a casa y escaparates con las cortinas de hierro bajadas.
Tigres y Lobos
También el ayuntamiento, con su elegante arquitectura colonial, está desierto, al igual que la gobernación vecina. Los numerosos bancos de la zona han cerrado sus puertas.
Incluso los portales de la catedral católica neogótica y el centenario parque de iguanas frente a ella, una de las principales atracciones turísticas de la ciudad, están cerradas con candado.
A la mañana de este jueves se nota algo más de movimiento, con la apertura de algunos comercios y personas que salen camino a sus trabajos, sin que el panorama se altere en lo esencial.
¿Pero adónde se han ido todos? “Todo el mundo tiene miedo... Está así desde el martes, por todo lo que ha pasado...”, refunfuña un indigente en una esquina, algo sorprendido por este espectáculo de pueblo fantasma.
La situación ya era tensa desde el domingo, con la fuga del enemigo público número uno, Adolfo “Fito” Macías, temido líder de la banda de los Choneros, de la enorme penitenciaría de Guayas, en las afueras de la ciudad.
Su huida precipitó una crisis de seguridad sin precedentes en todo el país, con una ola de motines, ataques a las fuerzas de seguridad, coches e instalaciones públicas incendiadas...
La crisis fue seguida por la contundente respuesta del joven presidente Daniel Noboa, que dispuso el estado de emergencia, declaró la “guerra” a las bandas criminales y lanzó al ejército a las calles.
Fue el espectacular copamiento, el martes, por una quincena de individuos armados y encapuchados, del estudio de un canal público de televisión, y las imágenes de periodistas encañonados transmitidas en directo, el que sembró literalmente el pánico en la ciudad.
La rápida intervención de la policía permitió poner fin a la toma de rehenes sin provocar víctimas, con la detención de 13 de los atacantes.
Pero la masacre se evitó por poco, según testimonios coincidentes recogidos por la AFP.
El objetivo de los secuestradores, en su mayoría adolescentes que afirmaban ser miembros de los Tiguerones y los Lobos, dos bandas criminales locales, era “claramente matar”.
Su amateurismo y sus dudas facilitaron en cierta medida la intervención de las fuerzas de seguridad, reconoció una fuente policial.
“Sembrando el terror”
El “mensaje” de estos grupos criminales “es claro, sembrar miedo y terror”, comentó el general Víctor Herrera, uno de los principales jefes policiales de Guayaquil, al día siguiente del ataque.
“Es importante ser conscientes del nivel de riesgo que vive (...) la ciudad”, subrayó, antes de dar cuenta de 14 intentos de asesinato en 24 horas.
Herrera insistió en las “recomendaciones” dadas a la policía para proteger a la población y lamentó el papel jugado en esta crisis por las redes sociales, a través de las cuales los integrantes de estas bandas, calificados ahora de “terroristas” por las autoridades, intentan “generar pánico”.
Un ejemplo entre otros: un video difundido el miércoles que muestra a dos individuos armados, vestidos con el uniforme de una famosa empresa de reparto de comida a domicilio y con una máscara de Anonymous, en actitud amenazante.
A veces llamada “GuayaKill”, esta ciudad, un importante punto de exportación de cocaína producida en los vecinos Colombia y Perú, se ha familiarizado con la violencia.
A finales de junio de 2023, tenía una tasa de homicidios de 40,8 cada 100.000 habitantes, con 1.425 asesinatos registrados en seis meses, casi el doble que en el mismo período de 2022.
Desde el verano, la tasa de homicidios no ha parado de crecer, particularmente en los barrios populares, territorios minados por la inseguridad generada por las bandas criminales.
En el centro de la ciudad, la presencia policial sigue siendo relativamente discreta, a excepción del cordón militar montado frente a la inmensa torre que sirve de residencia al presidente Noboa.
Patrullas motorizadas aparecen aquí y allá. El despliegue militar es particularmente notorio en torno a puntos estratégicos como el aeropuerto, recorrido por soldados con el rostro cubierto y fusil en bandolera.
Los hospitales públicos solo atienden las emergencias, y ya no se dictan clases presenciales.
“Esperaremos a ver qué pasa”, dice Fernando, un taxista estacionado frente al Mall del Sol, uno de los pocos centros comerciales que permanece abierto, pero que también luce fantasmal.
“Lo que hemos aprendido aquí es que las bandas criminales son impredecibles”, advierte.
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