Por Mac Margolis
Hasta hace poco, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, iba muy bien con la pandemia. El virus había devastado al país, pero no a su Gobierno. Un generoso paquete de ayuda de emergencia rescató la colapsada economía e impulsó sus índices de aprobación.
Además, cuando Bolsonaro contrajo COVID-19 después de meses de ignorar los protocolos de salud, se recuperó rápidamente, resaltando así que se podía vencer al flagelo que había convertido a Brasil en el segundo país con más muertes del mundo.
Ni siquiera todas las peticiones de juicio político presentadas en su contra por su manejo aparentemente imprudente de la pandemia, o la deforestación en la Amazonía y las conexiones corruptas resultaron ser una gran preocupación, gracias a legisladores sin ética con los que se había hecho amigo en el Congreso.
No está claro si Bolsonaro podrá seguir con estas irregularidades, sin hablar de ganar la reelección en el 2022. Lo difícil de ignorar son los síntomas que indican que el próximo año será problemático, con una economía lenta y probablemente más sacrificio social, con apenas una pizca de reforma saludable.
Bolsonaro pasó buena parte del año en guerra en muchos frentes: criticando la ciencia médica, peleando con los medios y atacando al comunismo, fuera real o imaginario. Lo que no hizo fue liderar, en la medida en que eso significa establecer prioridades políticas, desintoxicar el debate nacional y organizar las votaciones legislativas para las reformas estructurales que Brasil necesita urgentemente.
Pese a conversaciones alcistas sobre una fortuna con la venta de activos del Gobierno, ninguna de las 46 empresas estatales que iban a ser subastadas ha sido privatizada, aunque la Administración de Bolsonaro creó una nueva el año pasado y está considerando otra.
Una reforma de la burocracia federal podría generar ahorros cruciales, pero el Gobierno tardó hasta septiembre en enviar su modesto proyecto de ley de reforma administrativa (que cubre solo nuevas contrataciones) al Congreso, donde languidece. Una reforma tributaria más sólida, que podría simplificar la jungla de gravámenes de Brasil, no va por mejor camino, tal vez porque fue concebida fuera del palacio presidencial.
La laguna importa. Aunque los mercados de Brasil están nuevamente en movimiento, ninguno de los bolsonaristas más devotos promociona una recuperación sostenida, y mucho menos un repunte en forma de V (más bien sería una especie de raíz cuadrada, un repunte en forma de V que hace transición hacia una larga meseta, como dijo Mario Mesquita, economista en jefe del Banco Itaú, a Bloomberg News).
La incertidumbre de los inversionistas ha aumentado a la par de las nuevas infecciones y hospitalizaciones. La mala apuesta del país por una vacuna problemática, además de los ataques de Bolsonaro —de aparente impulso político— contra una prometedora inyección china, retrasará el alivio generalizado.
Luego está la condición subyacente de Brasil. Resulta que la impresionante resistencia del país durante la pandemia se debe a paliativos. Dado que el estado de calamidad nacional expira el 31 de diciembre, la generosa asistencia de emergencia y ayuda a los estados y las empresas en dificultades, que representan 18% del producto interno bruto, también caducará. A medida que el déficit fiscal primario supere 12% del PBI y la deuda pública alcance el 95% de la producción, Brasil ya no podrá pagar la generosa ayuda para los afectados.
Los hogares más afligidos han llegado a depender de este géiser de efectivo y crédito. Incluso una reducción parcial del pago está dejando a millones de beneficiarios en la indigencia. La reducción a la mitad de los cupones COVID para hogares en septiembre provocó que 8.6 millones de personas volvieran a la pobreza, según un estudio de Daniel Duque, de la Fundación Getulio Vargas.
El número de brasileños que viven en la pobreza extrema aumentó en más de 80% entre agosto y septiembre. La notoria brecha de Brasil entre los que tienen y los que no tienen, que había retrocedido con la ayuda de emergencia, también está empeorando, con un aumento del coeficiente Gini de casi 1% durante el mismo período.
Un punto potencialmente positivo es el cambio fiscal en los Gobiernos estatales y municipales crónicamente sobreextendidos de Brasil. Gracias a los créditos de emergencia, la ayuda y las exenciones de deuda, los Gobiernos subnacionales están llenos de efectivo, con un promedio de 10% más de ingresos netos este año que en el 2019, según un estudio realizado por el economista Marcos Mendes de la escuela de negocios de Sao Paulo Insper.
Después de 57 meses consecutivos de crisis fiscal, el estado sureño de Rio Grande do Sul logró pagar a sus 340,000 servidores públicos a tiempo en noviembre.
El problema es que Brasil ya no puede permitirse tal generosidad federal. Solo si los administradores locales utilizan este flujo inesperado como un colchón para reestructurarse (recortando gastos generales, reduciendo la nómina y abordando los sistemas de pensiones que generan pérdidas), podrá el nuevo dinero acabar con los viejos hábitos.
En una tierra de derroche público, es una apuesta dudosa. A menudo, el aplazamiento fiscal y las exenciones equivalen a poco más que un juego presupuestario en el que los políticos toman la creciente cantidad de pagarés del sector público como una señal no para defender sino para superar el límite de gasto del Gobierno, un firewall contra la despilfarración. “Siempre hay algún político astuto en Brasilia ansioso por reducir el límite de gasto”, me dijo Adriana Dupita, de Bloomberg Economics.
Brasil podría posiblemente evitar esa trampa si sus legisladores canalizan su reformismo de armario y rechazan a un aventurero fiscal o un guerrero cultural como su nuevo jefe de grupo parlamentario en el Congreso en enero. Es una decisión más difícil después de que la Corte Suprema bloqueara el 6 de diciembre la reelección del legislador Rodrigo Maia para dicho cargo.
“La alternativa es que Brasil continúe arreglándoselas”, dijo Dupita. “Es un error demasiado familiar y podría conducir rápidamente a una crisis total”.
El resultado podría comprometer el presupuesto del próximo año, dejando al país con aún menos dinero para ayudar a la nueva población pobre de Brasil, sin hablar de detener una segunda ola de coronavirus potencialmente mortal y la devastación económica que seguirá.
Brasil hizo lo correcto al gastar agresivamente en medio de la pandemia. Sin embargo, no tener un plan de reformas transformacionales tras las transfusiones de dinero equivaldría a una anestesia pero sin cirugía. No es una fórmula de recuperación económica sino la de un populista que busca la reelección.