La deserción del embajador de Nicaragua ante la OEA, Arturo McFields, quien llamó “dictadura” al gobierno de Daniel Ortega, revela las “inconformidades” dentro del oficialismo, dicen analistas, que no descartan una “cacería de brujas” en filas sandinistas.
Es “una confirmación de la existencia de inconformidades en círculos de poder de la dictadura”, estimó en las redes sociales el economista y analista de oposición Enrique Sáenz.
“Lamentablemente, es de esperar que el régimen ahora comience una cacería de brujas contra los familiares o allegados del embajador McFields y cualquier otro funcionario que lo haya apoyado”, advirtió, por su parte, Juan Pappier, investigador para las Américas de la ONG Human Rights Watch.
Primero, los antiguos aliados
Ortega, un exguerrillero que gobernó por primera vez en la década de los años 80 y retornó al poder en 2007, mantiene un férreo control sobre su partido, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Lo acompaña en ese liderazgo su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo.
Según la oposición, en las filas sandinistas nadie se atreve a desobedecer o criticar las políticas de gobierno, y quienes lo hacen se van callados a otro país en busca de refugio.
El gobierno “persigue cruelmente a los críticos y se ensaña con quienes son percibidos como traidores a la familia gobernante”, afirmó Pappier.
En junio pasado, la policía inició una redada que culminó con la captura y enjuiciamiento de 46 opositores, entre ellos siete aspirantes a la presidencia.
Con sus rivales presos, Ortega logró en los comicios de noviembre pasado un cuarto mandato consecutivo.
El FSLN surgió en 1961 como un movimiento guerrillero contra la dictadura de la familia Somoza, derrocada en 1979.
Tras el triunfo revolucionario de 1979, se consolidó como partido político en el gobierno y en los años 90 fue la principal fuerza de oposición, antes de volver a gobernar.
Los desacuerdos con la conducción política de Ortega en el FSLN motivaron en 1995 el surgimiento de la disidencia sandinista, hoy conocida como Unión Democrática Renovadora (Unamos).
Aquellos excamaradas de armas que discreparon con Ortega por su forma de llevar el partido hoy están presos, acusados de complotar contra él para derrocarlo, o en el exilio.
Uno de ellos, el exguerrillero Hugo Torres Jiménez, quien alguna vez arriesgó su vida para liberar a Ortega de las prisiones somocistas, murió en un hospital tras pasar varios meses en prisión.
“En nombre de miles”
El miércoles 23, en una sesión del Consejo Permanente de la OEA, McFields tomó inesperadamente la palabra para acusar a su propio gobierno de ser una “dictadura” y de tener presos a más de 177 opositores que -según dijo a la prensa en una declaración posterior- “se están pudriendo” en la cárcel.
Pero lo que más sorprendió fue cuando dijo que hablaba “en nombre de los miles de servidores públicos de todos los niveles, civiles y militares, de aquellos que hoy son obligados por el régimen de Nicaragua a fingir” su apoyo.
Según McFields, “hay muchos funcionarios” del gobierno que comparten su opinión, pero que no hablan por temor a represalias.
“Yo estuve adentro y yo sé que (...) son miles”, indicó, al tiempo que señaló que muchos optan por irse “calladitos”.
“La presión a lo interno del gobierno es que nadie levante la voz”, comentó a la prensa Ligia Gómez, exfuncionaria del Banco Central.
Sin embargo, “estar dentro de las estructuras sabiendo que no se puede opinar es muy difícil”, admitió.
Gómez se exilió en 2018 tras negarse a apoyar la represión a las protestas que hicieron tambalear al gobierno ese año. La dura respuesta de las fuerzas de seguridad dejó al menos 355 muertos, más de cien presos y decenas de miles de exiliados, según grupos humanitarios.
“McFields ha sido muy valiente y requiere del apoyo y la protección de la comunidad internacional”, consideró Pappier.
“Golpe político”
Para Sáenz, la denuncia del ahora exembajador fue un “golpe político” para la administración Ortega que podría “alentar” a que otros sigan sus pasos. Tampoco descartó una “cacería de brujas” del gobierno dentro de sus propias filas.
“Esperamos que muchos otros sigan su ejemplo”, exhortó desde el exilio el obispo auxiliar de Managua Silvio Báez, crítico del gobierno.
Lo mismo hicieron una veintena de grupos opositores desde el extranjero.
Se estima que alrededor de 150,000 empleados trabajan en el Estado nicaragüense. La mayoría de los puestos, sobre todo directivos, son ocupados por sandinistas, según aseguran los partidos opositores.