En lo profundo de los exuberantes bosques del sur de Ecuador, en una nubosa localidad situada en lo alto de una ladera occidental de los Andes, una noche a fines del año pasado, se abrió un agujero en la Tierra.
Al principio era pequeño, pero comenzó a expandirse lentamente y, en el transcurso de una hora esa noche, se tragó enormes porciones de calles empedradas en el centro histórico de Zaruma. El pánico se extendió entre los habitantes, que evacuaron sus hogares –grandes construcciones de principios del siglo XIX pintadas en tonos pasteles tropicales– y corrieron para resguardarse.
La noticia del colapso llegó rápidamente a oídos de Gladis Gómez. Ella estaba al otro lado de la ciudad con su hija cuando sonó el teléfono. La voz al otro lado de la línea sonaba desesperada. La casa de Gómez estaba en peligro, al igual que la de su anciano padre, justo al lado. Pisó el acelerador de su SUV Chevy y condujo lo más rápido que pudo por los ventosos caminos montañosos de Zaruma.
Llegó y vio que un vecino sacaba a su padre de su casa justo cuando el socavón les pisaba los talones. Los tres se refugiaron en un pequeño mercado al final de la calle, donde observaron con asombro e incredulidad cómo su casa se tambaleaba y luego, un instante después, se hundía en las profundidades de la Tierra. “En ese momento perdí la consciencia”, recuerda Gómez.
El socavón, que medía cerca de 27 metros de ancho y 30 metros de profundidad, consumiría otras dos casas esa noche y dejaría decenas más, incluida la de Gómez, inhabitables. Esto producto única y exclusivamente de una cosa: la extracción de oro. Zaruma se asienta sobre suelos de roca rica en oro –de los mejores del mundo– y, durante más de 1,000 años, mucho antes incluso de que llegaran los incas, los humanos se han dedicado a excavar la Tierra para extraer el metal amarillo. Hay tantos túneles, bifurcaciones y ramales que nadie –ni siquiera el mejor ingeniero del país en ese campo, Iván Núñez– sabe a dónde lleva cada uno.
Pero lo que sí sabe Núñez, y todos en la ciudad, es que desde que el precio del oro comenzó a dispararse a principios de este siglo, la minería ilegal ha proliferado y, mientras eso ocurría, los túneles subterráneos tomaban un aspecto notoriamente más precario.
Los sableros, como se les conoce en Zaruma, prestan poca atención a la integridad estructural y mucha atención a sacar provecho de las vetas más ricas que existen. Incluso si eso significa cavar justo debajo de una escuela, un hospital o una casa.
Cuando salió el sol al día siguiente en diciembre, el alcance del problema comenzó a hacerse visible. Los sableros habían cavado un ramal que salía hacia arriba desde un túnel horizontal. El ramal llegó a 6 metros de la casa de Gómez.
Núñez, a quien se le ha encomendado la tarea de elaborar un plan que termine con la minería ilegal y estabilice el suelo bajo Zaruma, a veces parece intimidado por la magnitud de la tarea. “No hay cómo controlar esto”, dice.
En gran parte del mundo en desarrollo, las autoridades enfrentan similares problemas. El valor del oro y todo tipo de otros metales –cobre, cobalto, plata, tungsteno– es demasiado alto para que los mineros ilegales renuncien a él, especialmente después de que el repunte que marcó su alza a principios de siglo se viera exacerbado por las políticas de dinero fácil que banqueros centrales de todo el mundo han seguido durante la pandemia.
Los mineros están causando estragos en Malí, Kenia y el Congo, reduciendo el tamaño de las cosechas y financiando ejércitos rebeldes. Y en los países sudamericanos que rodean Ecuador, están arrasando con bosques, vertiendo toneladas de mercurio a los ríos amazónicos y destruyendo hábitats. La vasta riqueza mineral del continente, junto con su extensa red de crimen organizado, lo convierten en un semillero cada vez mayor de dicha actividad. En Zaruma, bandas asociadas a carteles mexicanos controlan algunas de las minas.
Todo esto ha llamado la atención de autoridades internacionales.
En abril, la Interpol emitió un comunicado en que advertía sobre el aumento de la minería ilegal. Seis años antes, estimaba que la industria había alcanzado alrededor de US$ 48,000 millones a nivel global. Aún no ha actualizado oficialmente esas cifras, pero señaló en su publicación de abril que el aumento en los precios del oro y la creciente presencia de bandas, especialmente en América Latina, estaban acelerando la tendencia.
Gaston Schulmeister, quien dirige el Departamento contra la Delincuencia Organizada Transnacional de la Organización de Estados Americanos (OEA), describe esta combinación de factores como una “tormenta perfecta”. “Es claro el crecimiento del fenómeno de la minería ilegal en la región en los últimos años”, señala Schulmeister, “y ese crecimiento se ha dado en paralelo con otras actividades del crimen organizado como el narcotráfico, el contrabando y la corrupción”.
Gran parte de este metal viaja por las cadenas de suministro globales y termina en teléfonos inteligentes, televisores y computadoras portátiles. En lugares como Zaruma, sucede fácilmente y con poca resistencia del Gobierno, dice la OEA. Los equipos de procesamiento de oro compran mineral extraído de forma ilegal y mineral sacado legalmente y lo vierten en la misma cinta transportadora, mezclándolo todo en una gran carga que oscurece el origen cuando el oro se envía al exterior.
El mineral extraído en la mayoría de las minas de todo el mundo solo contiene pequeñas cantidades de oro, entre tres y cinco gramos por tonelada de tierra y roca. Esto sería típico para una mina comercial común y corriente. Ocho gramos por tonelada elevan la mina a categoría de alta ley. Más de 30 es bonanza pura.
Debajo de Zaruma, hay vetas que producen hasta 180 gramos por tonelada y pequeñas ramificaciones de esas vetas donde esa cifra puede alcanzar los 500 gramos.
Según los geólogos, estos depósitos fueron creados por las mismas fuerzas tectónicas que hicieron emerger las cumbres de los Andes hacia el cielo. Esta era la época del Mioceno Temprano, hace unos 20 millones de años, y cuando la Tierra comenzó a moverse, desató un torrente de magma que formó grandes vetas de cuarzo de oro en la roca de abajo.
Un trío de tribus regionales –los paltas, cañaris y garrochambas– fueron los primeros en darse cuenta de esto, según creen los historiadores. Se asentaron en el área hace unos 1,500 años, según el consenso, y comenzaron a extraer pepitas de oro de los lechos de los ríos.
Alrededor de 1480, llegaron los incas, dominaron a las tribus más pequeñas y las obligaron a extraer el metal para ellas. Unas décadas más tarde, los conquistadores españoles hicieron lo mismo con los incas. Después de que los españoles fueran expulsados a principios del siglo XIX, un flujo constante de empresas extranjeras y nacionales comenzó a explotar el área, comenzando con la Great Zaruma Gold Mining Company, respaldada por británicos. Alexander Hirtz, geólogo e historiador que ha estudiado el área durante décadas, estima que más de la mitad de todo el oro extraído en el país –unas 300 toneladas– se extrajo de un corte de 19 kilómetros por 24 kilómetros de terreno en Zaruma.
Hoy en día, hay decenas de pequeños equipos que operan en las afueras de la ciudad. El problema para ellos es que el mineral en esos sitios solo es “bueno”: en el extremo inferior de ese rango de tres a cinco gramos por tonelada. Cientos de años de minería han dejado pocas vetas ricas.
Todo esto, excepto justo debajo de los caminos empedrados de Zaruma.
Durante mucho tiempo hubo un acuerdo tácito, que fue estipulado por ley a principios de la década de 1990, de que el terreno debajo de la ciudad misma era una zona prohibida para los mineros. Como resultado, grandes depósitos de ese mineral espectacularmente rico quedaron intactas.
Aquí es donde entran los sableros
Durante décadas han cavado precarios pozos, senderos y zanjas. Todos sabían que la mejor de las mejores rocas estaba cerca de la superficie, por lo que se acercaron poco a poco a ella. Pero siempre dudaban en acercarse demasiado. Incluso para un grupo que se sentía cómodo con el riesgo siempre presente de muerte (cada año se recuperan varios cadáveres), era demasiado peligroso.
Luego, hace una década, un hombre se atrevió, y a lo grande. Aprovechando una línea antigua y obsoleta que se excavó en las afueras de Zaruma, él y su equipo abrieron un enorme túnel, conocido por todos como L y 1/3, que cruza horizontalmente toda la ciudad a una profundidad de solo 120 metros. Ninguna otra arteria principal debajo de la ciudad se encuentra tan cerca de la superficie. El sablero, Rommel Coronel, está muerto Fue una de las primeras víctimas de COVID en un país devastado por la enfermedad, pero los mineros locales estiman que él y su equipo consiguieron cientos de millones de dólares.
Es más, Coronel dejó un gran camino que todos los demás sableros, envalentonados por su hazaña, pudieron usar para organizar incursiones en la corteza superior del subsuelo de Zaruma. El mapa que Núñez y su equipo están elaborando es un caótico y aparentemente interminable laberinto de túneles y ramales. “Queso suizo” es el término que usan los lugareños para describir el subsuelo.
“Es un estudio muy grande”, dice Núñez
Núñez está en Zaruma a tiempo completo desde hace cinco meses. Se habían formado otros socavones en los últimos años, pero este fue mucho más grande, causó mucho más daño y atrajo mucha más atención de los medios nacionales. El centro de la ciudad es un sitio del patrimonio nacional, un lugar tan pintoresco que el Gobierno ecuatoriano ha instado a las Naciones Unidas a agregarlo a la lista de sitios del patrimonio mundial.
Entonces, el presidente Guillermo Lasso envió a los militares para frenar a los sableros y envió a Núñez para idear una solución de ingeniería al problema. El ejército fracasó en su trabajo. Hay tantas entradas secretas (chimeneas en la jerga local) que los sableros siguieron entrando sin parar incluso durante los tres meses de militarización del área.
Núñez, mientras tanto, todavía está puliendo los detalles de su plan. Con 77 años, afable, de tupido bigote gris y amplia sonrisa, Núñez tiene cierta semejanza con un anciano Gabriel García Márquez. Se ha acostumbrado al escrutinio que conllevan los proyectos de alto perfil. Cuando recibió la llamada para ir a Zaruma, acababa de terminar una labor de una década en el norte de Ecuador, donde reparaba fallas en un enorme proyecto de represa liderado por chinos que se convirtió en un escándalo nacional.
El esquema en el que ha aterrizado es a la vez simple y extraordinariamente complejo. Su equipo perforará grandes pozos que luego se rellenarán con cemento, roca y arena. Él cree que esto estabilizará el terreno y bloqueará las arterias clave de las que dependen los sableros. Las pruebas iniciales han sido alentadoras, dice, y ha comenzado a acelerarlas. “Hemos identificado dónde perforar”.
El sablero está esperando al costado de un camino de tierra aislado en las colinas cafetaleras que rodean a la localidad.
Es temprano en la mañana de un día de semana en abril y el sol se asoma a través de la densa vegetación tropical que lo rodea. El bosque está lleno de actividad. Los pájaros, las ranas y los insectos hacen tanto ruido que casi ahogan la voz del sablero cuando comienza a hablar.
Él empezó a trabajar en las minas a los 14 años, dice. Ahora tiene 30 y excava para un equipo dirigido por una banda local que está asociada a un equipo legal que le presta vagones de ferrocarril para sacar el mineral.
El segundo de sus dos turnos diarios comenzará en breve y, cuando eso ocurra, el sablero se arrastrará hasta un pequeño pozo minero al final del camino y lo seguirá hasta que lo lleve justo bajo el corazón de la ciudad. No muy lejos de aquí, quizás a una milla más o menos, hay una entrada clave que el equipo de Núñez usa para ingresar a los túneles. “Es como el juego del gato y el ratón”, dice.
La policía estima que hay cientos de sableros trabajando en las minas, pero encontrar a uno fue un calvario. Hay un elemento elusivo y misterioso en ellos. La mayoría de los lugareños conocen a uno o dos, pero dudan en señalarlos.
Cuando este sablero finalmente accedió a reunirse, lo hizo con la condición de que su nombre se mantuviera en el anonimato. Tiene demasiado miedo –tanto de los líderes de las bandas como de la policía– para hablar abiertamente. Pero está 100% seguro de que Núñez, y quienquiera que venga después de él, está perdiendo el tiempo. Lo único que podría detener a los sableros, dice, es que Zaruma se quedara sin oro.
“No se acaba”, dice. “Es así”.
De vuelta en el centro de la ciudad, Gómez, abatido, está de acuerdo con él.
No es que Gómez, de 55 años, esté en contra de la industria minera. El pueblo y las casas de su familia estaban construidos sobre oro; su esposo Roque trabaja como ingeniero en una minera legal; el dueño de la casa contigua a la suya, una de las tres que se hundieron en el socavón, vende dinamita a los mineros. El oro lo es todo aquí.
Es la complicidad de las autoridades, locales y nacionales, con los sableros lo que la irrita. Durante años, se les podía escuchar trabajando justo bajo sus pies. Las explosiones se escuchaban.
“¿A quién se reclamaba? ¿A quién se le decía algo? Nadie escuchaba. Nadie hacía caso”.
(Xavier Vera, ministro de Energía y Minas del país, dice que el Gobierno está comprometido a erradicar la minería ilegal y que la mejor evidencia de esto es la forma en que las pandillas lo han atacado a él y a su equipo; dice que el auto de un ayudante incluso explotó).
Cae la noche en Zaruma, y Gómez está parada al borde del socavón, mirando fijamente la tierra y las rocas que han caído sobre las casas destruidas. El Toyota SUV de su esposo fue sacado del hoyo hace unos meses. Estaba completamente destrozado. “Gracias a Dios, mi padre no se fue al socavón”, señala Gómez. “No lo habríamos encontrado nunca”.
Más tarde, subirá las escaleras y pasará bajo la cinta amarilla de la policía y dará un recorrido por su casa condenada a la destrucción. Hay enormes grietas en las paredes y bolsas llenas de escombros por todas partes. No tiene idea de cuándo podrá volver a ella, si es que puede hacerlo.
Mientras tanto, ella y su esposo están alquilando una casa al otro lado de la ciudad con su padre.
Es un lugar pequeño y anodino que no tiene el estilo colonial de su casa. Justo al final de la calle hay una escuela primaria desaparecida. Se encuentra en ruinas, víctima del primer socavón que afectó a la ciudad hace unos años. Y sirve como recordatorio constante para Gómez de lo extraña y peligrosa que se ha vuelto su vida en Zaruma.