Tras la retirada del ejército ruso el 31 de marzo, aparecieron 400 cadáveres. (Foto: Yasuyoshi Chiba / AFP)
Tras la retirada del ejército ruso el 31 de marzo, aparecieron 400 cadáveres. (Foto: Yasuyoshi Chiba / AFP)

“Número 365, ¿es vuestro?”, pregunta desde detrás de su mascarilla un voluntario ucraniano mostrando una bolsa mortuoria gris a los pies de un remolque, donde otros doce cuerpos esperan una vacante en la pequeña y desbordada morgue de .

“Sí, es para mí”, responde un hombre. “Y la otra, ¿es vuestra?”, continúa el voluntario, con prisas para terminar su tarea.

“No, es de ellos”, replica Yevguen Pasternak. A sus 44 años, acude “todos los días” desde hace dos semanas para intentar encontrar a Ludia y Nina, sus dos queridas tías.

Liudmila Bochok, “Ludia”, de 79 años, murió el 5 de marzo por disparos en la cabeza y la espalda, según su certificado de fallecimiento. El cuerpo de la anciana fue encontrado en el suelo de su casa.

Su hermana Nina, de 74 años y discapacitada mental que vivía con ella, fue hallada en la cocina muerta de insuficiencia cardíaca, menciona su certificado consultado por AFP.

Su sobrino está convencido de que murió de miedo, soledad o hambre una vez los rusos ejecutaron a su hermana.

Después de dos semanas caóticas abriendo decenas de bolsas mortuorias, viendo decenas de cuerpos pálidos de ancianas, Yevguen encontró el lunes a Ludia al fondo de un camión blanco. Pero la tía Nina no aparece.

Alrededor de 4,000 personas se quedaron en esta ciudad en las afueras de Kiev durante la invasión rusa. Tras su retirada el 31 de marzo, aparecieron 400 cadáveres, indica el jefe de la policía local, Vitali Lobas.

“Un 25%” todavía no ha sido identificado, reconoce. Y “la mayoría murieron de forma violenta”, por disparos, añade sin dar una cifra precisa.

Carretas mortuorias

Los cuerpos de los habitantes de Bucha muertos durante la ocupación empezaron a ser recogidos el 3 de abril y las autopsias comenzaron el 8 de abril en la morgue central regional, en Bila Tserkva.

Un equipo de 18 expertos de la gendarmería francesa colabora en estos análisis que deben servir para las investigaciones locales o internacionales que se han abierto o se abrirán por posibles crímenes de guerra en esta ciudad.

En el estacionamiento de la humilde morgue, los cuerpos llegan en carretas, en semirremolques o apilados en utilitarios y camiones no refrigerados.

“Estamos a entre 0 y 5 grados”, se excusa un empleado, no autorizado a dar su nombre.

Una vez descargados, los sacos quedan en el suelo, donde pueden quedarse durante horas, constató la AFP.

En medio de estas siluetas humanas recubiertas de plástico, cuyo olor atrae a los perros callejeros de la zona, Nadia Somalenko espera impertérrita el certificado de deceso de su marido.

Los rusos debieron sacarlo de casa porque en la mesa todavía encontraron los restos de una comida, explica.

La mujer había escapado a Kiev pero su marido Mykola, de 61 años, no quiso dejar su casa. No tenía miedo a los rusos, afirma Nadia.

Después de una mañana de espera, llega el certificado. ¿Causa de la muerte? “Disparo en la cabeza”.

“¡Déjame mirar!”

Liudmila, en cambio, está harta de esperar. Cuando un camión llega al aparcamiento de la morgue, la pequeña mujer abre ella misma la puerta. Indiferente a la pestilencia, se pone entre los sacos a buscar el número 163.

“¡Es el nuestro, nuestro hijo! ¡Déjame mirar! Déjame mirar si es él o no”, implora.

Liudmila quiere abrir el saco pero su marido sube para frenarla. El hombre baja la cremallera unos centímetros y trata de alejar a su mujer con la mano.

“Mi hijo, mi bebé... Es nuestro plumón, su aro en la oreja, su cazadora...”, suelta la mujer, con una mascarilla FFP2.

Con un ruido sordo, elevan el cadáver y lo colocan en una camilla sucia. La madre, llorando, la empuja por el estacionamiento de la morgue. Después, inexplicablemente, empieza a correr con él, como si fuera un herido que precisara curas urgentes en algún lugar.

A principios de marzo, “mi hijo decidió regresar de Leópolis (oeste) donde había llevado a su mujer y sus hijas a un lugar seguro para socorrernos en Myrotske”, un pueblo pegado a Bucha también ocupado por las tropas rusas.

Pero Artiom, el hijo de Liudmila, nunca llegó y nadie supo de él durante un mes. No fue hasta el 6 de abril que su cuerpo fue encontrado, descompuesto, a 200 metros de casa de sus padres, cerca de un estanque.

¿Causa de la muerte? “Muerto por disparos”, afirma su certificado de fallecimiento, consultado por AFP.

Cavar, enterrar, volver a empezar

Serguéi Kaplichny, propietario de un pequeño tanatorio adyacente a la morgue corre de un ataúd a otro con su chaqueta de chándal de color naranja.

El funeral es gratuito e incluye el ataúd, cuyo color puede escogerse, una cruz con una placa temporal, una corona de flores en plástico tradicional, la participación del cura y el entierro en el cementerio número 2 de Bucha, situado al borde de un pinar.

Los cuerpos de tres vecinos de esta ciudad ejecutados sin razón aparente por soldados rusos esperan allí a ser inhumados.

A la izquierda, en un ataúd rojo, descansa la tía Ludia, asesinada en la puerta de su casa. En el medio, Mykola, al que se llevaron durante su comida. Y a la derecha, en un féretro negro, Mijailo Kovalenko, de 62 años, un padre de familia asesinado por un francotirador cuando intentaba huir, explica su yerno.

Un Lada azul llega traqueteando por el camino del cementerio y aparca al pie de las tumbas, interrumpiendo brevemente las plegarias del cura. Del auto bajan dos voluntarios, cada uno con una pala en la mano.

Llegan cuatro nuevos ataúdes y hay que cavar de urgencia las tumbas para ellos y luego cubrirlas todas antes de que caiga la noche. Mañana, cuando salga el sol, tocará volver a empezar.