Cuando llegas a Flor de Población en Alto Hospicio, en el seco desierto de Atacama de Chile, lo primero que ves son portones eléctricos para mantener fuera a extraños y ladrones. Pero no son ricos los que viven detrás de estas barreras, sino algunas de las personas de ingresos más bajos del país… y viven allí ilegalmente.
Flor de Población es una “toma”, o un campamento irregular. En su interior las casas están construidas con materiales ligeros. Las paredes son en su mayoría paneles de madera y los techos de zinc.
El ambiente está particularmente tranquilo una tarde de domingo de abril, mientras afuera de la reja parlantes en autos y en la acera emiten una mezcla de reguetón, cumbia y corridos mexicanos.
Los autos pasan a toda velocidad, levantando nubes de polvo. Perros callejeros deambulan buscando comida entre montones de basura. Vendedores ambulantes ofrecen sus productos bajo lonas para protegerlos del sol del desierto.
El campamento es uno de los casi 1,300 que hay en Chile. Y es el hogar de Ángela Popó, una de los cientos de miles de personas en el país que han tenido que recurrir a los campamentos irregulares como un último recurso.
“Vinimos aquí básicamente para enviar dinero a nuestras familias en casa”, dijo Popó, quien ayudó a construir Flor de Población en 2019, después de vivir en otros cuatro barrios marginales desde que emigró de Colombia hace nueve años. “La vida es mucho más barata aquí que en la ciudad”.
Estas tomas han crecido a un ritmo vertiginoso en todo Chile. La escasez de viviendas asequibles, el desempleo, las olas migratorias y la discriminación dejan a muchos sin mejores opciones.
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El número de familias que viven en barrios marginales aumentó un 39% entre 2020 y 2021, a casi 114,000, según el último informe de la organización sin fines de lucro Techo.
Los campamentos informales no son algo exclusivo de Chile, prevalecen en toda América Latina. En Brasil hay favelas. En Colombia hay “invasiones”. Estos barrios operan fuera de los límites del Gobierno formal e improvisan sus propios servicios. También los hace más vulnerables a desastres naturales y otros peligros.
Hubo un tiempo en que parecía que Chile iba a lograr eliminar gradualmente estos campamentos. Después del fin de la dictadura de Augusto Pinochet en la década de 1990, un período de fuerte crecimiento económico ayudó a sacar a millones de chilenos de los barrios marginales. En 2005, menos de 30,000 familias vivían en campamentos, frente a 104,000 en 1996.
Incluso se llegó a pensar que esas comunidades irregulares desaparecerían, comenta Yasna Contreras, académica en el Departamento de Geografía de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile.
“Durante mucho tiempo Chile pensó que los campamentos ilegales eran cosa del pasado, que poco a poco irían desapareciendo”, dijo durante una visita a campamentos en Alto Hospicio, como Flor de Población y El Boro. “Los últimos años han demostrado que Chile es como cualquier otro país de la región”.
El presidente de Chile, Gabriel Boric, ha catalogado la escasez de viviendas formales como una emergencia nacional. Pero también ha admitido que tomará muchos años construir todas las viviendas sociales necesarias.
Hasta que eso ocurra, la gente en los campamentos hace todo lo posible para mejorar las condiciones en sus viviendas, como instalar cimientos de hormigón, e incluso agua potable. Muchas comunidades ahora ven sus casas como soluciones a largo plazo.
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El comienzo
Tras un gran terremoto en el país en 2010, se aceleró el ritmo de construcción de nuevos campamentos informales. El Gobierno se vio obligado a destinar recursos a la reparación y reconstrucción de casas dañadas, lo que redujo a la mitad la capacidad de la industria de construir nuevas viviendas sociales, a 35,000 nuevas unidades por año, explica Ricardo Trincado, quien dirige la División de Campamentos Informales del Ministerio de Vivienda y Urbanismo de Chile.
Luego, llegó la pandemia en 2020. La tasa de desempleo del país casi se duplicó al 13%, lo que le dificultó a muchos el pago de arriendos o hipotecas.
Mientras el Gobierno concentraba todos sus esfuerzos en gestionar la crisis sanitaria, la gente vio oportunidades para apoderarse de terrenos sin oposición alguna. Los propietarios privados no pudieron acudir a desalojos dado que los tribunales estaban cerrados.
Actualmente, casi el 66% de las familias viven en campamentos formados después de 2010 y el 16% en campamentos formados en los dos últimos años. Y las comunidades son cada vez más grandes, con un promedio de 88 familias en cada una, frente a 42 en 2011, según Techo.
Las familias de inmigrantes representan el 35% de los residentes en los campamentos, pero son un mayor porcentaje en los campamentos en el norte de Chile, donde la gente a menudo cruza ilegalmente desde Perú y Bolivia.
No obstante, en la parte norte del país, solo el 6% vino directamente del extranjero a los campos. A menudo migran primero a ciudades más grandes como Iquique, buscando empleos, y solo se van a los campamentos después de sufrir exclusión, hacinamiento o maltrato.
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Ese fue el caso de Popó, quien emigró de Cali, Colombia, en 2014. Primero se mudó a un departamento en Alto Hospicio, una meseta con vista a Iquique, una importante ciudad portuaria en la parte norte del país. Ese mismo año, después de que un terremoto dañara muchas casas y el propietario duplicara el valor del alquiler, se mudó a su primera toma.
Desde entonces se ha mudado de un campamento a otro. En 2016 vivió su experiencia más traumática: fuerzas policiales rodearon su comunidad y los obligaron a salir. Pudo salvar sus pertenencias trepando al techo de su casa y negándose a irse incluso cuando llegaron las excavadoras.
En los años posteriores, enfrentó abusos por parte de mafias locales, un problema común para los residentes de estas comunidades. Las pandillas están detrás de muchas de estas comunidades informales, se apoderan de terrenos públicos y elaboran contratos falsos para cobrarle a los residentes. Los patrones exigían sumas semanales a Popó a cambio del derecho a ocupar un espacio. La amenazaron con hacerle daño y desalojarla si no pagaba.
El año pasado, el ministro de Vivienda, Carlos Montes, reconoció en una entrevista con Radio Universo que hay mafias que se apropian violentamente de tierras y las venden a la gente. Un estudio de la firma de investigación urbana Atisba calculó —a partir de imágenes satelitales— que las mafias obtuvieron ingresos de alrededor de US$ 113 millones entre 2018 y 2023 con la venta de tierras de forma ilegal.
Campamentos más nuevos como Paso Las Mulas en Alto Hospicio —que fue construido en los últimos dos años y abarca unas 100 hectáreas— han sido ocupados por grupos del crimen organizado y el Gobierno ha indicado que miembros de la mafia venezolana Tren de Aragua operan en la región.
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Dentro de los campamentos
Ahora, como dirigente vecinal de Flor de Población, Popó y las 124 familias que residen allí han trabajado arduamente en las mejores formas de manejar su comunidad. Diseñaron calles más anchas para permitir el paso de camiones de agua y de bomberos.
El barrio de Popó le pagó a un técnico para que instalara una conexión irregular a las redes eléctricas. No hay plomería ni sistema de alcantarillado, pero llegan camiones de suministro de agua a la zona. Ese es el caso de más del 60% de los hogares en los campamentos en todo Chile, según la encuesta de Techo.
Flor de Población también está llena de sistemas de seguridad. Un televisor de pantalla plana muestra imágenes de circuito cerrado de cada entrada al campamento. Es una necesidad, ya que Alto Hospicio tuvo la tasa de homicidios más alta de todo Chile a finales de 2022: veinte por cada 100,000 habitantes, según Radio Bio Bio. La cifra no está lejos del 22,5 de Guatemala, mientras que todo Chile tenía 3,6 por cada 100,000 en 2021, según Statista.
Otro riesgo para estas comunidades es su ubicación. Algunas se encuentran en zonas vulnerables a inundaciones repentinas y deslizamientos de tierra, según Contreras. En 2019, las fuertes lluvias provocadas por un fenómeno conocido como Invierno Boliviano inundaron lechos de ríos que llevaban décadas secos en el desierto de Atacama, causando daños a viviendas y la muerte de seis personas, según la BBC. Un campamento en Alto Hospicio fue construido sobre un vertedero, con vapores tóxicos, dijo Contreras.
Los riesgos de la construcción no regulada volvieron a salir a la luz en agosto, cuando fuertes lluvias azotaron partes del centro y sur de Chile, inundando ciudades y obligando a evacuaciones masivas. “Tenemos varias denuncias de construcciones en lotes irregulares o construcciones en zonas que eran inundables”, dijo en ese momento Boric a periodistas.
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Además, el mes pasado, el Congreso aprobó una nueva ley que permitiría el uso de fuerza para desalojar a los ocupantes ilegales de tierras como una forma de defensa privilegiada. El Gobierno ha dicho que quiere vetar ese artículo en particular.
A pesar de todas estas desventajas, muchos ven los campamentos como su hogar definitivo. Casi el 50% de las familias vive en construcciones consolidadas o semiconsolidadas, lo que significa que las viviendas están totalmente terminadas, con cimientos de concreto o cemento, electricidad y en ocasiones hasta agua corriente, según Techo.
Eduar Campaz Valencia puede dar fe de ello. Este hombre de 44 años de Buenaventura, Colombia, pagó 2 millones de pesos en 2015 por su casa en la población Ex-Vertedero en Alto Hospicio. Sabe que no es el propietario legal del terreno, pero sueña con algún tipo de solución legal. Su comunidad está en conversaciones con autoridades municipales y gubernamentales para legalizar su situación.
“Lo ideal es que nos dejen vivir donde estamos ahora, pero si me ofrecen un departamento pequeño donde esté seguro de que no me echarán, lo aceptaría”, dijo Campaz.
Y no ve que la demanda se desacelere. Campaz es dueño de una barbería en Iquique donde emplea a otros siete colombianos, quienes regularmente le preguntan sobre vacantes en el campamento donde vive.
“Todos alquilan ahora, pero es demasiado caro”, dijo.
Un apartamento de una habitación en el centro de Iquique puede costar 417,000 pesos (unos US$ 520) al mes, según el sitio web de datos sobre costo de vida Numbeo, mientras que el salario mínimo en el país es de 460,000 pesos al mes.
En Santiago, la capital, un apartamento de un dormitorio costaría unos 430,000 pesos al mes. Estos costos no permiten que sobre casi nada para otros elementos esenciales como alimentos, transporte y ropa.
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Encontrar soluciones
Alto Hospicio registró un enorme auge demográfico a partir de la década de 1990, y rápidamente comenzaron a aparecer los primeros campamentos. En 2001, el presidente Ricardo Lagos lanzó un programa llamado “Plan Integral” que legalizó la situación de miles de familias en varios campamentos, incluidos los llamados La Pampa, El Boro y La Negra.
“La solución para los nuevos campamentos tiene que ser un segundo ‘plan integral’”, afirmó e alcalde de Alto Hospicio, Patricio Ferreira. “Pero el aparato estatal simplemente no tiene la capacidad de procesar un plan tan grande para una ciudad que está creciendo tan rápido como Alto Hospicio”.
El sector de La Pampa, uno de los barrios reconvertidos de un campamento ilegal, muestra un variado conjunto de casas sólidas, en su mayoría de ladrillo, cemento y madera, calles anchas, tiendas de esquina y algunos restaurantes.
La residente Marla Oyarzun, de 49 años, recuerda cuando se mudó hace unos 25 años. El municipio le asignó un terreno y ella lo construyó con su marido utilizando paneles de madera particulada. Con el tiempo, le agregaron paredes de ladrillo y pisos de cemento.
El presidente Boric se ha fijado la meta de construir 260,000 nuevas viviendas estatales en sus cuatro años de gobierno. Sin embargo, sabe que no será suficiente: ha reconocido que Chile tiene un déficit de más de 600,000 viviendas sociales.
Trincado, del Ministerio de Vivienda, dijo que el Gobierno también está incorporando nuevas estrategias. Ha acelerado la compra de terrenos para más proyectos de vivienda social y ha identificado alrededor de 505 campamentos en que los habitantes deberán ser reubicados. Otros 272 se han construido en terrenos estatales y serán parte del programa Construyendo Barrios. El programa transferirá, de manera ordenada, la propiedad a los ocupantes.
El plan del Gobierno es trabajar con líderes comunitarios, diseñar carreteras futuras e incluso demoler y reubicar a las personas si es necesario para dar paso a esa infraestructura, dijo Trincado.
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Si todo va según lo planeado, un campamento podría “legalizarse” completamente en un plazo de cuatro a ocho años, y la propiedad se transferiría a las personas, dijo Trincado. Esto significa que se necesitarán varias administraciones para supervisar el plan.
Según Trincado, el Gobierno quiere dar prioridad a los campamentos más antiguos para evitar fomentar más tomas ilegales.
No existe una solución fácil para el déficit de vivienda de Chile, dice Contreras.
“El gobierno está haciendo algunas cosas loables, y permitir que algunas personas construyan por sí mismas sus casas definitivas donde ya están ubicadas es un enfoque realista”, dijo. “Es una forma de reconocer que el Estado no tiene la capacidad de sacar a todos de los campamentos”.
El Gobierno tiene que ser responsable y garantizar que esos campamentos no expongan a los residentes a situaciones de riesgo, afirmó.
Flor de Población, el campamento en el que vive Ángela Popó, no está construido sobre tierras tóxicas. Pero la comunidad no entró en el plan de integración del Gobierno. Es demasiado nuevo.
Mientras tanto, Popó espera que no la desalojen. Está haciendo ajustes para que su hogar parezca más permanente y su próximo proyecto es instalar una pequeña fuente de agua en la entrada de la casa.
“De donde soy, el río Cauca corre”, dijo, con los ojos lagrimeando. Su marido, Johnny, interviene: “La fuente nos recordará el sonido del río, de la lluvia”.
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