El anterior shock de precios mundial contribuyó con desencadenar la Primavera Árabe, una ola de revueltas que derrocó a cuatro presidentes y provocó guerras civiles en Siria y Libia. Por desgracia, la invasión de Rusia a Ucrania ha vuelto a trastocar los mercados de granos y de energía. Por ende, este año volverá a haber agitación.
Los precios por las nubes de alimentos y combustibles son la forma de inflación más intolerable. Si suben los de muebles o smartphones, la gente puede postergar su compra o descartarla, pero no puede dejar de comer. Del mismo modo, los costos de transporte están incorporados en cada bien físico. Así que cuando alimentos y combustibles se encarecen, los estándares de vida tienden a caer abruptamente.
El dolor es más intenso para la población urbana de países pobres, que destina una enorme parte de sus ingresos a comida y transporte público, y que a diferencia de la población rural, no puede cultivar sus propias plantas —pero puede sublevarse—. Muchos gobiernos quieren mitigar el sufrimiento, pero están endeudados y no cuentan con liquidez por causa del covid-19. El ratio deuda pública/PBI del país pobre promedio es cerca de 70% y está en ascenso.
Los países pobres también pagan intereses más altos (que están subiendo). Para algunos, la situación será insostenible. El FMI dice que 41 se encuentran en situación crítica por sobreendeudamiento o corren riesgo de caer en ella. Sri Lanka ya entró en default. Airadas y hambrientas multitudes incendiaron vehículos, invadieron edificios públicos y lograron que su odiado presidente destituya al primer ministro, quien es su hermano.
En Perú, han estallado protestas por la inflación, y en India, por un plan para recortar empleos militares, justo cuando tanta gente necesita seguridad. Pakistán está instando a sus ciudadanos a tomar menos té para ahorrar divisar y Laos está al borde del default. El enojo por el costo de vida contribuyó a que Colombia eligiese un radical de izquierda.
The Economist ha desarrollado un modelo estadístico para examinar la relación entre la inflación de alimentos y combustibles y la conmoción política, y revela que históricamente ambas han sido buenas predictoras de protestas masivas, disturbios y violencia política. Si los hallazgos del modelo continúan siendo válidos, muchos países pueden esperar un recrudecimiento de la agitación este año.
El mayor riesgo está en países que ya se hallaban en situación precaria, como Jordania y Egipto, que dependen de las importaciones de alimentos y combustibles, y tienen raquíticas finanzas públicas. Muchos de esos países tienen gobiernos ineficientes u opresores. En Turquía, el shock de oferta ha acelerado la ruinosa inflación causada por la poco convencional política monetaria.
Alrededor del mundo, el ajuste en el costo de vida está sumándose a otros reclamos de la población e incrementando las chances de que tomen las calles. Es más probable que eso se torne violento en lugares con muchos hombres jóvenes, solteros y subempleados. Con la caída de su poder adquisitivo, muchos llegarán a la conclusión de que nunca podrán casarse ni tener familia. Frustrados y humillados, algunos sentirán que no tienen nada que perder si se unen a los tumultos.
Otra forma en que la inflación desestabiliza las sociedades es incentivando la corrupción. Cuando los salarios no van a la par de los precios, los funcionarios con familiares necesitados encuentran más tentador de lo usual extorsionar a los indefensos, a quienes eso les enfurece. El detonador de la Primavera Árabe fue el suicidio de un ambulante tunecino, quien se prendió fuego como protesta contra las constantes exigencias de pagos de malos policías.
Si la agitación se propaga este año, podría profundizar el daño económico. A los inversionistas les disgustan las rebeliones y las revoluciones. Según un estudio, 18 meses después de un fuerte estallido de violencia política, el PBI se reduce en un punto porcentual. El daño empeora cuando los sublevados están enfadados por motivos tanto políticos como económicos.
Será difícil evitarlo, pero se podría eliminar medidas que desincentivan la producción de alimentos, tales como controles de precios y restricciones a la exportación. Agricultores en países como Túnez dejan sin cultivar terrenos fértiles porque tienen que vender sus cosechas al Estado, que les paga una minucia. Además, debería destinarse mucho menos grano a la producción de biocombustibles.
Varios países están pidiendo rescates. Las entidades financieras internacionales lidian con un complicado equilibrio. Decir “no” podría generar caos —y provocar daño duradero—. Pero ocurriría lo mismo si se rescata a gobiernos deplorables. Organismos como el FMI, cuyos negociadores llegaron a Sri Lanka y Túnez la semana pasada, tienen que ser generosos pero insistir en que se apliquen reformas, continuar monitoreando cómo se gasta ese dinero y actuar con prontitud. Mientras se deje que el descontento siga creciendo, será más probable que explote.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022