Un tipo de personalidad captura más atención en el trabajo que cualquier otor. El “talentoso antipático”, cuyos alter egos incluyen adorables especímenes como la “tóxica estrella de rock” y el “héroe destructivo”, es un clásico de la literatura gerencial.
Se trata de gente que además de superar metas, aplasta la cohesión del equipo, que hace bien las cosas y, como resultado, se porta mal y no enfrenta consecuencias.
Estas figuras son tan comunes y corrosivas que abundantes empresas enuncian un enfoque de tolerancia cero. “No se admiten imbéciles”, señala Carfax, que brinda data histórica de vehículos.
Netflix es similarmente rotunda: “En nuestro equipo ideal no hay luminarias antipáticas”. La firma de servicios financieros Baird informa que mantiene una política de “no insoportables”.
Actitud contagiosa
Es totalmente razonable que las empresas deseen expresar una aversión a los auténticos imbéciles, aunque quizás no sea un argumento que descorazone a la gente —”¿No quieren necios? Entonces supongo que Baird no es un lugar para mí”—.
Pero emite un mensaje explícito a los empleados potenciales y existentes, y refleja un peligro real para la cultura de las empresas. El comportamiento tóxico es contagioso: la incivilidad y la antipatía pueden convertirse rápidamente en normas si no son controladas.
Eso es negativo para la retención de personal y para la reputación de la empresa. También es malo en sí mismo. Es más, la versión extrema del dilema gerencial impuesto por el imbécil talentoso raramente existe en la práctica.
¿Valen la pena?
El riesgo de que la empresa podría estar deshaciéndose del próximo Steve Jobs es infinitesimal. Basta con considerar a todos los imbéciles que trabajan con uno.
Si realmente se cree que van a revolucionar la tecnología de consumo, crear la compañía más valiosa del mundo o que miembros del público enciendan velas por ellos cuando fallezcan, probablemente habría que proceder con nombrarlos CEO.
Pero el tipo del área de ventas a quien se le enrojece la cara y les grita a las personas cuando pierde una cuenta no es esa persona.
Dicho esto, el entusiasmo por vetar imbéciles debería hacer que la gente se sienta un poco incómoda, debido a por lo menos tres motivos. El primero es que una regla que prohíbe antipáticos contiene mucha subjetividad.
Algunos tipos de conducta son inmediata y obviamente inaceptables, pero los límites entre perseguir altos estándares y ser irrazonable, o entre decir lo que se piensa y ser aplastante, no siempre son nítidos.
La tolerancia cero es peligrosa. Se podría tener la intención de crear una cultura alentadora, pero podría terminarse en una caza de brujas corporativa, sin los bonetes pero con acusaciones de “imbecilidad”.
Hay de todo
El segundo motivo es que los antipáticos son de diferentes sabores. Hay que deshacerse de los insoportables totales, pero estos son raros,mientras que los que son un poco antipáticos están en todos lados y pueden ser redimidos.
El imbécil que no está consciente de serlo es una categoría corregible. Es que hay gente que no se da cuenta que es irritante y tal solo necesite que se lo hagan saber.
Otros son imbéciles circunstanciales: se portan mal en algunas ocasiones y no en otras. Si esas circunstancias son muy generales —digamos, si la persona en cuestión está despierta—, entonces eso indica que el problema no puede resolverse.
Pero si la imbecilidad solo ocurre en momentos específicos, como al interactuar con otro imbécil, entonces podría haber solución. Si la labor que el talentoso antipático hace realmente bien puede ser desempeñada en comparativo aislamiento o sin otorgarle poder sobre otras personas, hay que considerar esa opción.
Como reza la muy conocida máxima filosófica: si un antipático tiene un berrinche en su casa, donde realiza trabajo remoto, y nadie está ahí para verlo, ¿en realidad es un antipático?
¿Y los otros?
Un tercer motivo tiene que ver con la consistencia. No solo se trata de lo que ocurriría si alguien que declara la guerra a los imbéciles también es un imbécil. También se trata de los otros especímenes problemáticos que abarrotan los pasillos de los centros de trabajo.
¿Dónde están las políticas que vetan a los demoledores constructivos, o sea, los que ofrecen demasiadas críticas supuestamente útiles pero que solo sirven para nada se haga? ¿Por qué no desaparecer a los necios brillantes que poseen deslumbrantes puntos de vista con absolutamente ningún valor práctico?
Pero ante todo, ¿qué hacer con la manga de mediocres que holgazanean afable e inofensivamente, ayudando a reforzar la cultura de la empresa en lugar de contribuir con la generación de ganancias?
Los talentosos antipáticos sobresalen, como pedazos de vidrio entre pies descalzos: es imposible ignorarlos, son problemas que tienen ser resolverse. No obstante, los mediocres son el mayor problema en muchas empresas, pero pululan como el monóxido de carbono: envenenan silenciosamente las organizaciones.
Los puristas biempensantes argumentarán que cualquier cosa que no sea tolerancia cero con los talentosos antipáticos simplemente equivale a consentir a la gente que se porta mal.
Pero los puristas biempensantes habrán pasado por alto que la imbecilidad es contagiosa, así que ellos mismos son una lacra por derecho propio. Alguien debería escribir un libro gerencial sobre ellos.
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