El debate en torno a la inteligencia artificial (IA) tiende a centrarse en sus posibles peligros: el sesgo algorítmico y la discriminación, la destrucción masiva de empleos e incluso, según algunos, la extinción de la humanidad. Sin embargo, mientras algunos observadores se preocupan por estas situaciones distópicas hipotéticas, otros han preferido analizar las posibles recompensas.
Según ellos, la IA podría ayudar a la humanidad a resolver algunos de sus mayores y más espinosos problemas. Además, aseguran que la IA lo hará de una manera muy específica: acelerará radicalmente el ritmo de los descubrimientos científicos, en especial en áreas como la medicina, la ciencia climática y la tecnología verde. Algunas lumbreras en el campo como Demis Hassabis y Yann LeCun creen que la IA puede acelerar enormemente el progreso científico y llevarnos a una era dorada de descubrimiento. ¿Acaso estarán en lo correcto?
Vale la pena examinar esas posibilidades, que podrían ser un contrapeso útil frente a los temores sobre el desempleo a gran escala y los robots asesinos. Por supuesto, muchas tecnologías anteriores se presentaron falsamente como panaceas. El telégrafo eléctrico fue objeto de elogios en la década de 1850 y se auguró que sería el heraldo de la paz mundial, y lo mismo ocurrió con las aeronaves en la década de 1900; algunos eruditos afirmaron en la década de 1990 que gracias a internet habría menos desigualdad y se erradicaría el nacionalismo.
Pero el mecanismo de la IA que se supone resolverá los problemas del mundo tiene una base histórica más firme, pues en varios periodos de la historia, nuevos enfoques y herramientas de verdad ayudaron a generar grandes innovaciones y descubrimientos científicos que cambiaron el mundo.
En el siglo XVII, los microscopios y los telescopios abrieron una nueva visión de descubrimiento y alentaron a los investigadores a confiar en sus propias observaciones más que en la sabiduría heredada de la antigüedad; por su parte, la aparición de las revistas científicas les ofreció una nueva forma de compartir y darles publicidad a sus hallazgos. El resultado fue un progreso rápido en campos como la astronomía y la física, entre otros, así como nuevos inventos, desde el reloj de péndulo hasta el motor de vapor (el principal impulsor de la Revolución Industrial).
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Luego, a partir de finales del siglo XIX, el establecimiento de laboratorios de investigación, que conjuntaron ideas, gente y materiales a escala industrial, permitió el surgimiento de más innovaciones, como el fertilizante artificial, los preparados farmacológicos y el transistor, pieza fundamental de la computadora. A partir de mediados del siglo XX, las computadoras, a su vez, hicieron posibles nuevas formas de ciencia basada en la simulación y el modelado, desde el diseño de armas y aeronaves hasta un pronóstico del clima más preciso.
Es más, es posible que la revolución de las computadoras todavía no haya llegado a su fin. Las herramientas y técnicas de IA ahora se aplican en casi todos los campos científicos, aunque el grado de adopción varía muchísimo: por ejemplo, el 7.2% de los artículos de física y astronomía publicados en 2022 involucraban IA, mientras que ese porcentaje fue de solo el 1.4% en las ciencias veterinarias.
La IA se emplea de muchas maneras. Puede identificar candidatos prometedores para algún análisis, como moléculas con propiedades particulares en el descubrimiento de fármacos o materiales con las características necesarias para las baterías o las celdas solares. Puede revisar montones de datos, como los que producen los aceleradores de partículas o los telescopios robóticos, en busca de patrones. Además, la IA puede modelar y analizar incluso sistemas más complejos, como el plegamiento de proteínas y la formación de galaxias. Se han empleado herramientas de IA para identificar nuevos antibióticos, revelar la partícula de Higgs e identificar acentos regionales en lobos, entre otras cosas.
Todos estos avances son bienvenidos. Pero las consecuencias de las revistas y el laboratorio fueron más profundas: alteraron la práctica científica en sí misma, pues hicieron posible que las personas descubrieran nuevas formas de relacionarse con las ideas y lo hicieran a mayor escala, gracias a lo cual desentrañaron mecanismos más poderosos para realizar descubrimientos. La IA también podría dar pie a una transformación de este tipo.
Dos áreas en particular parecen prometedoras. La primera es el “descubrimiento basado en la literatura” (LBD, por su sigla en inglés), que consiste en utilizar un análisis de lenguaje estilo ChatGPT para buscar en la literatura científica existente nuevas hipótesis, conexiones o ideas que quizá los humanos no hayan podido identificar.
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El LBD ha demostrado posibilidades en la identificación de nuevos experimentos por realizar, e incluso ha propuesto posibles colaboradores para la investigación. Esto podría estimular el trabajo interdisciplinario y promover la innovación en la frontera entre distintas disciplinas. Los sistemas LBD también pueden identificar “puntos ciegos” en un campo dado, e incluso predecir descubrimientos futuros y quién los realizará.
La segunda área son los llamados “científicos robots” o “laboratorios autónomos”. Se trata de sistemas robóticos que utilizan IA para formar nuevas hipótesis con base en el análisis de datos y literatura existentes y luego realizan cientos o miles de experimentos para probar esas hipótesis, en campos tan variados como la biología de sistemas o la ciencia de materiales.
A diferencia de los científicos humanos, los robots tienen menos apego a los resultados previos, reciben menos influencia de sus sesgos y es fácil reproducirlos, que es una característica vital. Pueden ampliar la investigación experimental, desarrollar teorías inesperadas y explorar avenidas que quizá los investigadores humanos no habrían considerado.
Por lo tanto, la idea de que la IA podría transformar la práctica científica es posible. El problema es que la principal barrera es sociológica: solo ocurrirá si los científicos humanos están dispuestos a utilizar esas herramientas y son capaces de hacerlo. Muchos no tienen las habilidades ni la capacitación necesarias; a algunos les preocupa quedarse sin trabajo. Por fortuna, hay señales esperanzadoras. En la actualidad, las herramientas de IA están pasando de ser promovidas por investigadores de IA a ser adoptadas por especialistas de otros campos.
Los gobiernos y los organismos que otorgan financiamiento podrían ayudar si ejercen presión para que se difunda más el uso de estándares comunes que les permitan a los sistemas de IA intercambiar e interpretar resultados de laboratorio y otros datos. También podrían asignar financiamiento a más investigaciones sobre la integración de modelos de IA con robótica de laboratorio y formas de IA distintas de las que se investigan en el sector privado, que le ha apostado casi todos sus chips a sistemas basados en lenguaje como ChatGPT. Formas de IA menos de moda, como el aprendizaje automático basado en modelos, podrían ser más adecuadas para tareas científicas como la formación de hipótesis.
Sumar la parte artificial
En 1665, durante un periodo de rápido progreso científico, el polímata inglés Robert Hooke describió la aparición de nuevos instrumentos científicos como el microscopio y el telescopio como “sumarles órganos artificiales a los naturales”.
Estas adiciones les permiten a los investigadores explorar áreas que antes eran inaccesibles y descubrir cosas de una nueva manera, “con un beneficio prodigioso para todo tipo de conocimiento útil”. Para los sucesores de Hooke en la era moderna, sumarle inteligencia artificial al juego de herramientas científicas hará lo mismo en los siguientes años… con resultados que transformarán el mundo de manera similar.
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