Después de ser rechazada en cuatro cementerios de Perú por falta de espacio, Yeni Bautista cavó un hoyo en su jardín para enterrar a su hermano Joel, un ciego de 45 años que murió una tarde reciente de un infarto.
Durante tres días lo veló en su casa de una barriada de Lima mientras aplazaba su entierro en busca de una tumba. Los empleados funerarios buscaron frenar la descomposición con formaldehído, pero cuando algunas larvas comenzaron a salir de sus ojos la familia decidió abrir la tierra del jardín con picos y palas.
“Si no hay solución, entonces acá habrá un espacio”, dijo Yeni parada junto al hoyo cavado al pie de un árbol de cucardas que Joel solía regar.
La excavación en el jardín fue transmitida en vivo por las televisoras locales y atrajo la atención de las autoridades, que intentaron calmar la rabia de Yeni ofreciéndole un espacio en las laderas rocosas de un cerro del cementerio Chaclacayo, donde el cadáver de Joel finalmente fue enterrado antes que cayera la noche.
Perú jamás había registrado una cifra tan alta de fallecidos. Entre marzo y abril murieron 15,104 personas que habían dado positivo en la prueba de coronavirus, pero los expertos creen que la cifra es mucho mayor. En el mismo bimestre el Sistema Nacional de Defunciones (Sinadef) registró 60,852 decesos, cifra que incluye a sospechosos de estar contagiados pero a los que no se les pudo realizar el examen.
Este subregistro crece geométricamente si se analiza la cifra de víctimas fatales desde el inicio de la pandemia. Perú ha informado oficialmente hasta ahora más de 64,100 muertos confirmados por un análisis, pero de acuerdo con el Sinadef la cifra es de 171,596, casi el triple que la oficial.
La brecha ha provocado que el gobierno convoque a un grupo de expertos para que ayude a definir el número real de muertos por el virus y presente sus resultados a fines de mayo.
En abril cada cuatro minutos murió un infectado en su domicilio o en un hospital, donde las áreas especializadas están colapsadas desde hace cinco meses. Los peruanos escuchan o leen en las redes sociales acerca de familiares de enfermos que en medio de la desesperación ofrecen automóviles, terrenos y hasta riñones a cambio de una de las escasas 2,785 camas de cuidados intensivos que tiene el país.
Sepultar a los muertos implica además un gasto que pocos peruanos pueden afrontar. El costo de un entierro en un cementerio de los extremos de la ciudad es de unos 1,183 dólares, casi cinco veces el sueldo básico mensual de US$ 244 en un país donde en el 2020, según el Fondo Monetario Internacional, más de 1.8 millones de personas cayeron en la pobreza.
“Uno se siente bastante preocupado cuando no hay dónde llevarlos y no hay centavos con que enterrarlos. Esa preocupación ha hecho que yo haga esto con tiempo”, declaró el comerciante jubilado Víctor Coba, de 72 años, mientras cargaba ladrillos para construir su tumba, la de su esposa y de otros cuatro familiares en un estrecho espacio en el cementerio San Lázaro del municipio de Carabayllo.
Coba llevó arena y cemento hasta el camposanto ubicado al pie de un cerro sin árboles en el norte de Lima, donde con la ayuda de un amigo comenzó a edificar lo que llama su “casa eterna”. El día que muera, dijo, quiere ser enterrado del lado izquierdo y su esposa Zoila Díaz del derecho, en la misma ubicación en la que se han acostado en su cama matrimonial por más de medio siglo.
Fue una decisión mutua tras ver los noticieros y recordar las muertes inesperadas en su entorno cercano: dos decenas de vecinos de su barrio El Progreso han fallecido de coronavirus.
Víctor ya no es el hombre vigoroso que jugó al fútbol durante 45 años en un equipo vecinal. Todos sus compañeros han muerto en la última década. Los últimos 13 meses estuvo encerrado en casa con su esposa, hipertensa y diabética, y únicamente salió para ir al mercado a comprar alimentos.
“Sí, tengo miedo de que me lleve el virus, también a mi señora”, comentó antes de empuñar unas varillas de hierro para fortificar el techo de los nichos en construcción en el cementerio rodeado de casas, sin espacio para extenderse sobre las colinas.
Las cementerios en Perú han crecido en desorden, igual que las metrópolis. En Lima hay 65 camposantos pero sólo 20 tienen licencia sanitaria. Existe uno conocido como “Las Lomas”, ubicado en una colina escondida de la capital, que funciona desde hace 24 años y donde no se necesita presentar papeles para las inhumaciones. Un entierro allí cuesta US$ 361, incluido el cavado de la fosa.
“Muchos cementerios están en situación de colapso”, reconoció Martín Anampa, funcionario de Carabayllo, el municipio más antiguo de Lima y tres veces más grande que Paris. “Vivimos el desenlace de un proceso de mala planificación que han tenido a lo largo de la historia”, comentó.
Después de esperar sin éxito por una cama de cuidados intensivos en un hospital, Juan Bañez, de 51 años y padre de dos niños, murió de coronavirus. Su primo Félix Albornoz y otros amigos cargaron su ataúd por un cementerio asentado en las faldas de una colina polvorienta.
Albornoz, un ingeniero civil que trabajó en la minería y fue voluntario de los ensayos de fase avanzada de la vacuna contra el COVID-19 de la farmacéutica china Sinopharm, se largó a llorar.
“Lima es esto, la mayoría viene a enterrarse en los cerros... lamentablemente siendo un país tan rico la gente se entierra en los cerros, cavando un hueco”, dijo el hombre.