Con el juramento de Francisco Sagasti como presidente interino, el 17 de noviembre, Perú recibió a su tercer jefe de Estado en poco más de una semana. La tarea de Sagasti será dirigir el país hasta las nuevas elecciones presidenciales de abril próximo. El pueblo peruano solo puede esperar que los legisladores del país le permitan permanecer en el cargo hasta ese momento.
El nombramiento de Sagasti se produjo pocos días después del juramento de su predecesor, Manuel Merino, quien a su vez había asumido la presidencia tras el derrocamiento de Martín Vizcarra el 9 de noviembre. Esta ruleta presidencial podría parecer una farsa, si las consecuencias no fueran tan trágicas.
Perú, una vez considerado entre las economías más prometedoras de América Latina, se ha visto fuertemente impactado por la pandemia de coronavirus. Se proyecta que su producción se contraerá 14% este año, según el Fondo Monetario Internacional. Al menos 35,600 personas han muerto a causa del virus, lo que deja a Perú con el tercer mayor número de muertes per cápita en el mundo.
La díscola cultura política del país ha agravado esta miseria. Un débil sistema de partidos limita la capacidad de los presidentes para consolidar el apoyo en el Congreso, lo que conduce a una inestabilidad crónica.
Todos los presidentes electos desde 1985 —con la excepción de un líder interino que sirvió durante solo ocho meses— han sido blanco de juicios políticos, encarcelados u objeto de investigaciones penales. El año pasado, el expresidente Alan García, quien presidió el país en dos períodos distintos, se suicidó justo antes de que la Policía lo arrestara por recibir sobornos mientras estaba en el cargo.
Después de asumir el cargo en el 2018, Vizcarra presionó por reformas constitucionales para erradicar la corrupción política, incluida la imposición de límites de un mandato para los legisladores. Después de que el Congreso intentó impedir los cambios, Vizcarra disolvió la legislatura y ordenó nuevas elecciones.
Incluso en medio de la pandemia, sus índices de aprobación eran cercanos a 60%. Pero Vizcarra no logró conquistar a un Congreso dividido entre nueve partidos. A principios de noviembre, los legisladores votaron para acusarlo de cargos de soborno que datan de su época como gobernador regional, entre el 2011 y 2014.
Aunque Vizcarra niega las acusaciones, accedió a dimitir, allanando el camino para que asumiera el cargo Merino, el jefe de la legislatura. Un estallido de protestas callejeras terminó con violentos incidentes que dejaron a dos universitarios muertos y decenas de personas heridas o desaparecidas, lo que obligó a Merino a dimitir. Como era de esperar, el fiscal general de Perú ya inició una investigación sobre Merino y dos altos asesores por abusos contra los derechos humanos.
Considerando el destino de sus predecesores, el nuevo presidente haría bien en actuar con cautela. Sagasti, ingeniero formado en Estados Unidos que trabajó en el Banco Mundial y las Naciones Unidas, tiene los antecedentes no partidistas y la experiencia internacional necesarios para restaurar el orden y la confianza. Debe evitar interferir en las investigaciones de sus predecesores, pero también dejar en claro a los legisladores que el Gobierno no perseguirá acusaciones frívolas.
Además, como presidente interino, Sagasti debe evitar atrevidos giros en la política y centrarse en mantener la estabilidad. Su Administración debería mejorar la coordinación entre gobernadores y alcaldes y reforzar la capacidad del sistema de salud para frenar la propagación del coronavirus.
En cuanto a la economía, Sagasti se ha comprometido a frenar el crecimiento del gasto público, que se ha disparado en respuesta a la pandemia. Su elección para ministro de Economía, el exmiembro del directorio del banco central Waldo Mendoza, brindó algo de tranquilidad a los inversionistas alarmados por el aumento de la deuda pública.
Sagasti debería resistir el clamor del Congreso por políticas populistas —como extender el congelamiento de los reembolsos de préstamos y permitir que los ciudadanos realicen retiros anticipados del sistema estatal de pensiones— que dañarían la situación fiscal a largo plazo del país.
Al mismo tiempo, el Gobierno debería mantener el apoyo de emergencia para los hogares más afectados por la crisis, en particular al 70% de los peruanos que trabajan en la economía informal.
Después de días de disturbios en las calles de Perú, es alentador que el nombramiento de Sagasti haya sido bien recibido en todo el espectro político. Por el bien de las personas a las que representan, los políticos peruanos ahora deberían permitirle seguir adelante con la tarea de gobernar.