El Perú no reconoce la legitimidad del actual gobierno de Venezuela desde que, en enero pasado, venció el mandato del Presidente Encargado Juan Guaidó.
Ello no implica que el Perú desconozca al Estado venezolano o que haya roto relaciones diplomáticas con él. Sencillamente considera, como buena parte de los miembros del Grupo de Lima, que el gobierno de Maduro no tiene amparo legal desde que éste desconoció la autoridad de la Asamblea General legalmente elegida (el Poder Legislativo venezolano) y la reemplazó por una mímica digitalizada de Asamblea Nacional Constituyente que no cumplió con sus fines.
Culminado el mandato de Guaidó no hay en nuestra perspectiva, por tanto, autoridad legítima en ese país. En consecuencia, el nivel de nuestras relaciones ha sido rebajado más aún.
Como es de conocimiento público, el Grupo de Lima fue establecido por un conjunto de países latinoamericanos y caribeños que tampoco reconocieron a la Asamblea Nacional Constituyente promovida por la dictadura caribeña y cuestionaron la indebida reelección de Maduro. Pero el Grupo no ha tenido éxito en sus esfuerzos por contribuir a restaurar la democracia en ese país ni en los orientados a superar la multidimensional crisis venezolana mediante “una salida pacífica y negociada”.
El logro de este objetivo está, de momento, en manos de otra entidad: el Grupo de Contacto que convoca a representantes del gobierno ilegítimo de Venezuela y a la oposición. Las negociaciones correspondientes tienen el apoyo del Grupo de Lima.
Este complejo proceso, sin embargo, no sólo es desconocido por el primer ministro Guido Bellido sino que, en medio de su ignorancia, éste afirma que esa posición “no es la postura del gobierno”. En otras palabras, Bellido piensa que el interés nacional al respecto nace con Perú Libre y, por ende, quizás nada de lo actuado en materia internacional hasta el 28 de julio pasado por el Estado compromete a este gobierno.
A mayor abundamiento, Bellido acompaña su total desconocimiento de la materia con la amenaza a todo quien se oponga a su vernacular razonamiento. Al respecto ha invitado al vicecanciller Chávez y al canciller Maurtua a cruzar la puerta del retiro o de la expulsión del cargo por contradecir a su jefe nominal, el Sr. Castillo.
La indignación que, en este asunto, pretende mostrar el Sr. Bellido es producto directo de un encuentro “no programado” entre el presidente Castillo y el dictador Maduro en el marco de la nada exitosa cumbre de la CELAC realizada recientemente en México. El canciller Maurtua ya ha dado cuenta de lo actuado al Congreso señalando la razón de la imprevista reunión (era la “vicepresidenta” venezolana Delcy Rodríguez quien debía concurrir a la CELAC y no Maduro) y el contenido de la misma (el retorno de migrantes venezolanos desde el Perú y posibles compras venezolanas a la industria local). Al respecto Bellido no ha emitido opinión alguna.
Si la situación descrita abunda en la incompetencia e ignorancia de los miembros del gobierno del Sr. Castillo (que, en este caso, bien podría degenerar en alguna crisis internacional que complique más la grave situación interna del país), también evidencia algunas cuestiones que deben destacarse.
La primera corresponde al ámbito de lo que el canciller no ha explicado (o al de la mentira piadosa). En efecto, no parece verosímil que, dada la proclividad y afinidad ideológica y estratégica del Sr. Castillo con el ex -gobernante boliviano Evo Morales y el dictador de Venezuela, el presidente no hubiera comprometido con anterioridad un encuentro con los representantes de ambos países (como en efecto sucedió en exclusividad y exclusión al margen del que se sostuvo con el anfitrión mexicano).
Por lo demás, dada la importancia estratégica del encuentro y la celeridad en el cumplimiento de parte de la agenda tratada (el retorno de más de un centenar de migrantes venezolanos con pasajes pagados por el gobierno peruano), es probable que dicha agenda haya sido más compleja y sigilosa.
Si los presidentes del Perú y Venezuela desean encontrarse personalmente, nada se los debiera impedir. Ese tipo de conversaciones (que también podrían haber sido reemplazadas por comunicaciones electrónicas) es una práctica internacional establecida entre opuestos. Pero cuando el interlocutor es un personaje que forma parte de una investigación de la Corte Penal Internacional por crímenes contra la humanidad y ya ha sido sancionado por terceros por su comportamiento antidemocrático (Estados Unidos y la Unión Europea), la entrevista sí presenta serias aristas.
Algunas de ellas tienen seria implicancia para el Estado: el alineamiento progresivo con los denominados países bolivarianos o del ALBA. Ello atenta contra el interés nacional establecido. Y también afecta seriamente la voluntad de la mayoría de peruanos que, salvo alguna minoría, no deseamos formar parte de la red de la forman parte Venezuela y Bolivia. Nuestra condición de Estado que dice respetar la democracia representativa y los derechos humanos debiera ser argumento suficiente para impedirlo.
Si el canciller no se ha referido a estos asuntos –y tampoco ha sido preguntado al respecto- puede él haber salvado alguna incomodidad pero no los problemas adicionales de legitimidad interna del gobierno y de su política exterior.
En efecto, si el presidente insiste en convocar a una Asamblea Constituyente –facultad que colisiona con la Constitución vigente- ello genera desconfianza, como es obvio para todos, y resta credibilidad al Estado vigente que el gobernante debería promover. Pero si éste va a modificarse mediante un nuevo “pacto social” (término que empleó de manera ad hoc en la OEA y la ONU) no es sólo la seguridad jurídica la que se pone en cuestión sino la naturaleza, el carácter y la temporalidad de la política exterior.
Como se sabe, el trazo de los lineamientos de la política exterior y la responsabilidad última sobre la misma compete al Jefe de Estado (y la Cancillería la ejecuta). Pero si el marco de esos lineamientos cambia, el conjunto de los intereses explícitos en el texto constitucional y, por tanto, la naturaleza de los intereses nacionales también pueden cambiar (como cambiará el carácter de su ejecución).
Esta arbitrariedad genera inestabilidad en el Perú, inseguridad en la comunidad internacional y en los interlocutores con los que tratamos. Si nuestro Estado está en transición, sus intereses también. Lo esperable en aquéllos, por tanto, es un cambio de comportamiento derivado de un cambio de expectativas sobre la naturaleza y acciones del Estado que emergerá. Estos factores agregan debilidad a una entidad política que, como la nuestra, tiene escasa cohesión interna y menor capacidad de proyección externa. Especialmente si esos problemas son alimentados por relaciones especiales con los gobiernos actuales de Bolivia y Venezuela.
Bien harían los señores Castillo, Bellido y el canciller en estar al tanto.