Congresista
Los politólogos latinoamericanos ven al Perú como un caso de excepción, donde existe una sui generis “democracia sin partidos” y—añado yo—partidos sin democracia, dos aspectos claves que ayudan a explicar la crisis de representación que afecta y le da su carácter distintivo a la democracia “a la peruana”.
En la superficie, nuestros actuales problemas parecen ser consecuencia exclusiva del traumático gobierno del señor Pedro Castillo.
Los presidentes de México y Colombia, por ejemplo, no pierden ocasión para llamar ilegítimo al gobierno de la señora Dina Boluarte, acusando al Congreso de haber llevado a cabo un golpe de estado y de haber puesto de manera ilegítima a la señora Boluarte. Se equivocan. El gobierno de la señora Boluarte tiene “legitimidad de origen” por cuanto es producto de una sucesión presidencial en estricta observancia de lo señalado por la Constitución.
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Legítimo, sí. Perú, ¿podemos decir que se trata de un gobierno democrático? Cada día surgen dudas y señales de un giro creciente hacia formas de gobierno más relacionadas con el autoritarismo, en contubernio con un sector mayoritario del Congreso.
Dudas y señales, pero no certezas. De lo que si no cabe dudas es que el gobierno de la señora Boluarte se mueve dentro de los confines de lo que podríamos llamar una “democracia disfuncional”.
Esto es, un estilo de democracia donde—si bien se cuenta con los aspectos formales de las democracias liberales (elecciones libres, independencia de poderes, mecanismos de fiscalización y demás instituciones republicanas)—el Estado no solo es débil, burocrático e ineficiente, sino que, además, su ejercicio del poder no responde necesariamente a la voluntad de los ciudadanos sino responde más bien, a los así llamados “poderes fácticos”. Y este sí que constituye un grave peligro.
Y es que, cuando el Estado es capturado, cooptado por los poderes fácticos, la legitimidad del régimen se debilita día a día. No su legitimidad de origen. Pero si en cuanto a su legitimidad de ejercicio del poder. Cuando esto sucede, típicamente las minorías se apoderan del Estado, cuyo gobierno habiendo sido electo por una mayoría de distinta orientación, busca entonces poner en marcha políticas a contrapelo de aquellos por los que votó la mayoría.
La dependencia de los poderes fácticos genera ruptura entre el Estado y el resto de la sociedad, y aleja al Estado aún más del ciudadano, todo lo cual—en nuestro caso—se refleja nítidamente en las encuestas especializadas como las que año a año publica Latinobarómetro.
Esto es exactamente lo que ha sucedido en nuestro país: la sucesión presidencial marcó—para todo efecto práctico—el fin del gobierno de izquierda inaugurado el 28 de julio de 2021 por el hombre del sombrero. En su lugar se ha instalado un gobierno que en lo político y lo económico está en las antípodas del desastroso y corrupto gobierno castillista.
Y como consecuencia de todo esto, tenemos un gobierno cuya “legitimidad de ejercicio” es abiertamente cuestionado por algunos sectores del país. De allí su debilidad intrínseca, y el riesgo de que, dadas ciertas circunstancias, la aventura política de la señora Boluarte pueda terminar en lágrimas.
La disfuncionalidad de nuestra democracia tiene otro actor principal: el Congreso de la República. Arcaico en sus normas, atomizado como resultado de “partidos políticos” armados—en su mayoría—como vehículos de competencia electoral; incapaz de generar un sentido de pertenencia ciudadana (“crisis de representación”), y habitado por políticos con poca o nula experiencia legislativa, el Congreso de la República es rechazado por una amplísima mayoría.
Si agregamos al análisis la crisis casi terminal del poder judicial, las sospechas en torno a los organismos electorales, el papel del dinero y de las economías criminales en la política, y la corrupción generalizada no queda sino asombrarnos ante un dato extraordinario: con todas sus faltas llevamos más de veinte años consecutivos de gobiernos nacidos por voluntad ciudadana en las urnas. Como en el caso de las familias, se trata de un arreglo disfuncional pero que, a pesar de todo, funciona.
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