Por José Miguel Florez
Por José Miguel Florez
Definitivamente, las miles de personas buscando “el retorno” a sus comunidades de origen, ha sido uno de los puntos álgidos en nuestra crisis por coronavirus. Al respecto, un factor que me ha parecido ausente en los análisis, diagnósticos y, sobre todo, en las decisiones es la particular configuración de las redes socioeconómicas y culturales en el Perú.
Un argumento, que no es propio, plantea algo así como que, dada su configuración geográfica, es difícil entender el asentamiento y la dinámica de las comunidades en los Andes prehispánicos, sin asumir una red de abastecimiento que provea a la familia, al ayllu, de productos provenientes de distintas altitudes: pescado de la costa, frutos de los valles, lana, carne y papa de las alturas.
Como se sabe, las transformaciones post “conquista” española, no necesariamente implicaron el abandono de prácticas precolombinas, más si las antiguas respondían mejor que las nuevas a la configuración natural del territorio.
Baste el comentario anterior para presentar la idea de que la relación socioeconómica y cultural entre las distintas regiones del país trascienden y demuelen los límites administrativos: los pastores de Chavín del sur, en la sierra de Chincha, que pasan el año en los valles costeños, para subir en verano a sus comunidades, cuando su ganado puede comer de los cerros verdes por las lluvias; los hijos y nietos de campesinos de pequeñas comunidades de Matalaque, en Moquegua, asentados por años en Arequipa pero que persisten en los padrones de sus comunidades de origen; los cocaleros huancavelicanos asentados estacionalmente en el VRAEM ayacuchano, y a su vez los ayacuchanos trabajando en San Gabán o Sandia en Puno; los mineros informales cusqueños en Arequipa; y los jornaleros del Valle del Tambo “re invirtiendo” el capital forjado en la minería informal de Caravelí o el contrabando del Altiplano. Todos son ejemplos del sur, pero que pueden seguramente coincidir con anécdotas del centro o del norte, contadas tras un par de visitas de campo.
El asunto es que, cuando hoy se habla de “migrantes-caminantes-retornantes-desplazados”, pareciera entenderse el territorio y la sociedad peruana a partir de puntos que se mueven de un sitio a otro, buscando un asentamiento más o menos permanente. Sin embargo, en lugar de “puntos”, se trataría más bien de “líneas”, que cruzan y se entrecruzan en el territorio, tejiendo entre familiares y paisanos una red de lazos de movilidad e intercambio, añejos y persistentes.
En ese sentido, frente los “caminantes”, es la red la que se debería entender y cómo esta se ha activado en estos días, así como cuál va a ser su respuesta post cuarentena y post crisis por coronavirus. Una pregunta clave sería entonces ¿los caminantes se están yendo para no volver? Y tras ella ¿cuál es el manejo frente a estas “comunidades” que mantienen los pies en diferentes lugares? ¿cómo pueden estas redes articular una respuesta constructiva con objetivos de Estado y de sociedad?.
Es una responsabilidad política potenciar la sociedad; aprovechar y sentar las construcciones sobre los cimientos estables y tercamente persistentes, sin despreciar el territorio, la comunidad y las formas caprichosas en que muchas veces ambos se relacionan.