CEO de Boost.
Las palabras importan.
Allá por el 2015 estaba trabajando en una estrategia de comunicación para lanzar todo un portafolio de servicios para el segmento Pyme de un banco. La piedra angular para desarrollar nuestra campaña era sin duda lo que llamaría raspar la olla, es decir, no quedarte con la información que puedes encontrar hasta en Google o el resultado de un típico informe de investigación, sino llegar hasta el concolón que es como tu comprenderás la parte más sabrosa. Ese concolón lo proporcionó el gran Rolando Arellano y su equipo, cuando trajeron a la mesa de creación un ingrediente interesante: “Al Pyme, no le gusta que le digan Pyme, que lo etiqueten, que lo hagan sentir, chiquito, se siente un empresario”. Cuento corto, lanzamos No soy pyme soy empresario, una campaña que usaba como motor de vínculo emocional, evidenciar que como banco sabíamos lo que sentía y queríamos darle el reconocimiento que merecían todos aquellos que constituyen el motor del país.
Curiosamente, hoy en el 2023, la palabra empresario se ha convertido casi en una mala palabra gracias al auspicio de los discursos populistas que son pan de cada día. Se está intentando, y en algunos casos con éxito, usar la palabra empresario como la antagónica, como el Goliat despiadado que explota al David, como caldo de cultivo para azuzar (palabra tan de moda lamentablemente en estos tiempos), como ingrediente para dividir, como sinónimo de injusticia, explotación y otros demonios. Ya hasta algunos empresarios prefieren llamarse así mismos emprendedores porque suena más buena gente y menos amenazante. Ya llamarse pyme no suena tan poco sexy y los apellidos pequeño, humilde o pujante están a la orden del día para maridar la palabra empresario y pasar piola frente a los X men, Liga de la justicia y super amigos de turno que aspiran a curules, presidencias o likes en tuiter.
Estamos cayendo en el juego de acomplejar a una palabra imprescindible para el desarrollo y bienestar de un país. Y las palabras importan. La comunicación importa. Así que esta es mi propuesta:
1. Recordemos al prójimo, sobre todo a los populistas, que empresario es todo aquel que es titular de un negocio, desde la dueña de ese rico puesto de emoliente hasta quien tiene una fábrica textil, así de simple, por lo tanto somos y a mucha honra un país de empresarios: Cuatro de cada 10 peruanos entre 18 y 65 años tienen una actividad empresarial, siendo el 60% mujeres.
2. Sintamos orgullo de la palabra empresari@, porque bien que cuesta todos los días sacar adelante una empresa. No busquemos ornamentos, apellidos o palabras alternativas como si el término empresario viniera desde el origen con rabo de paja. Así como hay buenas y malas personas, pueden haber muchos malos empresarios, pero eso no debe apropiarse del mensaje. Rechacemos lo malo con contundencia, mejoremos, replanteemos, evolucionemos pero no generalicemos.
3. Dejemos la narrativa del pecado original. Nos estamos acostumbrando a pedir disculpas por ser empresario, comenzamos la conversación desde el complejo, la falla, la culpa y esa es la mejor campaña publicitaria que podemos hacerle a los que atentan contra la empresa privada y por ende contra el progreso del Perú.
Hacer empresa, es hacer país.
Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor.