
Escribe: Omar Mariluz Laguna, director periodístico
Durante décadas, los peruanos desarrollamos una extraña tolerancia a la informalidad. “El peruano es chamba”, nos dijimos, validando al emprendedor que opera al margen de la ley para sobrevivir. Pero lo que estamos viviendo al cierre de este 2025 es una mutación siniestra de ese fenómeno. Como discutimos con crudeza en nuestra última mesa de Diálogos Gestión, el Perú ha dejado de normalizar la informalidad para empezar a normalizar la ilegalidad. Y esa diferencia semántica nos está costando la viabilidad como país.
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Entramos a la recta final hacia las elecciones generales del 2026 en el peor de los mundos: con un crecimiento económico maquillado por la suerte externa y un tejido institucional carcomido por el delito.

El caso de la minería ilegal es el síntoma más purulento. En los pasillos del Legislativo, este sector goza de la “bancada” más poderosa y transversal. No importa si la camiseta es de izquierda o derecha; cada vez que el Reinfo está por vencer, aparece una mano amiga para extender el plazo, prolongando un manto de impunidad que cuesta sangre y destrucción ambiental. Han convertido una medida temporal en un estado de excepción permanente.
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Pero la metástasis no se detiene en el oro. La hemos visto en la defensa férrea al transporte ilegal. Se ha legislado para formalizar al “colectivero” que opera sin control, mientras las empresas de transporte formal son asfixiadas por la competencia desleal y la extorsión.
Lo mismo ocurre con la educación. Bajo el falso discurso de la “oportunidad”, se ha petardeado la reforma universitaria para darle oxígeno a las universidades “bamba”. Se le miente al estudiante y se estafa al padre de familia que invierte sus ahorros en un título que el mercado laboral despreciará.
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Y para el sector empresarial, la advertencia debe ser clara: la ilegalidad también se disfraza de “soberanía” para romper contratos. Lo hemos visto con peajes, concesiones y obras paralizadas por caprichos municipales o leyes con nombre propio. Un país donde la ley se negocia o se ignora no atrae inversión de calidad; atrae capitales golondrinos o especulativos que asumen el riesgo a cambio de retornos depredadores.
¿Por qué el país no ha colapsado todavía bajo el peso de este desgobierno? La respuesta es cínica: el cobre y el oro. El Perú sigue creciendo, sí, pero es un crecimiento dopado por los precios internacionales de las materias primas. Los ingresos fiscales que genera la minería formal (esa a la que tanto atacan) han permitido mantener el barco a flote.
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Sin embargo, ese análisis macroeconómico esconde una tragedia microeconómica. Si uno baja del Excel a la calle, la “factura” de normalizar la ilegalidad es inconmensurable. Se paga con inseguridad ciudadana desbordada, donde la extorsión es el nuevo impuesto universal. Se paga con servicios de salud colapsados y una educación precaria. El dinero fluye, pero la calidad de vida retrocede.
Normalizar la ilegalidad es aceptar que el delito paga mejor que el esfuerzo honesto. Con esa premisa moral rota, nos adentramos en una campaña electoral. Si la ilegalidad ya tiene curul y ministerio, ¿qué podemos esperar del 2026? El riesgo ya no es elegir a un mal gestor, sino entregarle las llaves del Estado, formalmente, al crimen organizado.

Magíster en Economía, diplomado internacional en Comunicación, Periodismo y Sociedad, estudios en Gestión Empresarial e Innovación, y Gestión para la transformación. Cuento con más de 15 años de experiencia en el ejercicio del periodismo en medios tradicionales y digitales.







