Anteriormente, si se quería visitar el santuario de Machu Picchu, era posible comprar entradas el día previo. La fama mundial que alcanzó nuestra maravilla cambió las cosas e hizo necesario recurrir al uso de una plataforma para la compra de boletos, gestionada por la Dirección Desconcentrada de Cultura de Cusco (DDCC), que depende directamente del propio Ministerio de Cultura (Mincul). Aquí empieza nuestra crónica.
No es posible identificar todavía cuándo iniciaron las irregularidades –está todavía en investigación–, pero, hasta el momento, los medios y redes sociales mencionan supuestas manipulaciones de fechas y horarios de ventas de las entradas; la “desaparción” de entradas que estaban disponibles que luego eran revendidas por el doble del precio y la venta por encima del aforo. En algunos casos, el turista que llegaba a Aguas Calientes era prácticamente secuestrado, obligado a consumir en hoteles y restaurantes hasta que sus entradas puedan ser “habilitadas” o “encontradas”.
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¿Cómo llegamos a esto? Aunque se sigue investigando, todo apunta a que hubo un manejo bastante irregular de algunos de los propios funcionarios de la DDCC. Así que el Mincul tiene al enemigo en casa, que ha logrado tomar a la Dirección Desconcentrada más importante del país. Un secuestrado más. Pero hay más. Tenemos una maravilla secuestrada, que pierde S/ 1 millón diario; una ciudad secuestrada, que pierde turistas y empleo; y un país secuestrado, que pierde S/ 8 millones diarios y su imagen de destino turístico.
El pésimo manejo comunicacional ha camuflado todas estas irregularidades. Una vez que se informó que una plataforma privada, segura e independiente sería la que administraría la venta de las entradas, automáticamente se difundió la idea de que se estaba “privatizando Machu Picchu”. El Estado, villano; los infractores, impunes.
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Este caso evidencia, una vez más, la débil capacidad del Estado como gestor y la pérdida del principio de autoridad, sobre todo, en regiones. Tenemos un problema de gobernabilidad que no se soluciona con estados de emergencia, mesas de diálogo o más normas. El Estado tiene funciones a las que está obligado a cumplir y hacer cumplir, y está fallando reiteradamente, en especial, en esta última. Lo que es peor, pareciera que el Estado está desarrollando inconscientemente el síndrome de Estocolmo, pues lejos de ejercer su función de establecer el orden y la seguridad, ha empezado a mostrar su empatía con el infractor, el ilegal, el radical, como si compartieran objetivos y causas comunes.
Al cierre de esta columna se difundió que el Estado accedió a que la DDCC –una de las responsables del problema– vendiera mil entradas de las 4,000 en total para la ciudadela. El Estado, nuevamente, simpatizando con sus captores. Mientras tanto, el resto de la sociedad sigue secuestrado, observando cómo nos están arrebatando el país.
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