
Escribe: Eduardo Mercado Villarán, socio de Vinatea & Toyama
En un Estado constitucional de derecho, la separación de poderes no es una formalidad académica, sino una condición para la libertad, la seguridad jurídica y la confianza en las instituciones. En el Perú, existen recientes pronunciamientos laborales de la Corte Suprema y del Tribunal de SUNAFIL que reabren un debate crucial: ¿Pueden estos órganos legislar por vía de sus resoluciones? La respuesta es clara: Si bien tienen la facultad y el deber de interpretar y aplicar la ley, de ninguna manera pueden legislar por vía de sus resoluciones.
La Constitución es clara: el Congreso y, en su ámbito, el Poder Ejecutivo (por delegación de facultades o decretos de urgencia), son los únicos autorizados a crear normas con rango de ley. El Poder Judicial resuelve las controversias y el Tribunal Constitucional (TC) fija los precedentes vinculantes con efectos normativos precisos. Bajo esa arquitectura, jueces y tribunales administrativos deben interpretar, sí, pero con límites: sin alterar el sentido de la ley, no ampliar tipificaciones sancionadoras, ni modificar precedentes constitucionales, mucho menos crear nuevos supuestos bajo el ropaje de la interpretación de la ley.
Pese a esa claridad, en los últimos años observamos decisiones que “estiran” esos márgenes. A nivel judicial, algunas casaciones han reconfigurado los contornos del despido fraudulento (por ejemplo, incorporando por vía interpretativa la “desproporción” de la sanción como muestra de “ánimo perverso”), pese a que el Tribunal Constitucional ya había delimitado supuestos muy concretos y taxativos. En paralelo, plenos jurisdiccionales han ampliado competencias de juzgados más allá de lo que la ley disponía, generando -en los hechos- una intervención regulatoria que no corresponde a la judicatura.
En la vía administrativa, el Tribunal de Sunafil ha establecido precedentes de observancia obligatoria que, al interpretar tipos sancionadores abiertos, permiten incluir conductas no previstas expresamente en las normas reglamentarias. Así, la cláusula genérica de “afectación a la libertad sindical” termina habilitando un margen discrecional capaz de convertir cualquier conducta en infracción, aun sin una tipificación clara y diferenciada.
El problema no es la interpretación —ineludible en todo sistema jurídico—, sino su extralimitación. El principio de legalidad exige reglas claras y sanciones previstas; el debido proceso demanda competencia, motivación y respeto del conducto regular; la seguridad jurídica requiere previsibilidad. Cuando un órgano administrativo crea efectos equiparables a una modificación reglamentaria o un tribunal judicial redefine el alcance de un precedente constitucional, se desordenan las funciones del Estado y se abren las puertas a decisiones variables, dependientes del criterio del intérprete de turno.
Las consecuencias no son menores. Para ciudadanos y empleadores, será más difícil anticipar los costos y riesgos de sus decisiones. Para la economía, se encarece la formalidad y se enfría la inversión ante reglas fluctuantes. Para el Estado de Derecho, se normaliza la excepción de tener normativa de facto mediante resoluciones, se relativiza los límites constitucionales y se convierte situaciones particulares en reglas generales sin el debate ni la legitimidad democrática que exige el proceso legislativo.
Cuidar el sistema implica volver a las bases: respetar la jerarquía normativa, acatar los precedentes constitucionales y resguardar los canales regulares de creación de normas. La interpretación es una herramienta para aplicar el derecho vigente, no es una vía para cambiarlo. Si esa distinción se pierde, no solo se mina la confianza y la predictibilidad; también se debilita el contrato democrático que sostiene a nuestras instituciones.







