
Escribe: Sergio Mattos Rázuri, socio de Rebaza, Alcázar & De Las Casas.
Durante años, el debate público en el Perú ha tratado la inseguridad ciudadana como un problema policial, un asunto puntual que debía resolverse con más patrulleros, más operativos o más restricciones formales. Sin embargo, la evolución reciente de la criminalidad organizada demuestra que estamos frente a un fenómeno mucho más profundo y estructural. La violencia ya no solo afecta la vida cotidiana del ciudadano; se ha convertido en una variable económica determinante, capaz de redefinir decisiones de inversión, alterar la planificación empresarial y deteriorar la competitividad del país. Lo que antes era un problema de seguridad hoy podría convertirse en un riesgo sistémico.
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Cualquier peruano lo percibe en su rutina diaria. Trabajar, trasladarse o simplemente caminar se ha vuelto un ejercicio de cautela permanente. La extorsión, el sicariato y el control territorial por bandas organizadas ya no pertenecen únicamente a ciertas zonas críticas; se han expandido a regiones que antes eran consideradas estables. Cuando un ciudadano teme que una bala perdida pueda alcanzarlo camino al trabajo, se evidencia que el Estado ha fallado en su función más básica. Pero cuando las empresas deben incorporar ese mismo riesgo en su planificación operativa, estamos frente a una amenaza que compromete la sostenibilidad económica del país.

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La inseguridad genera costos directos y crecientes. Hoy, una empresa no solo evalúa el mercado, el acceso logístico o la utilidad del proyecto. También debe calcular cuánto le costará proteger a sus trabajadores, blindar sus instalaciones, contratar seguros adicionales, reforzar sistemas de vigilancia, modificar horarios o incluso trasladar operaciones para evitar zonas dominadas por organizaciones criminales.
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Para un inversionista extranjero, la señal es evidente: el Perú se está volviendo un destino más riesgoso. Y para un inversionista local, la conclusión es similar: operar aquí exige asumir contingencias que antes no existían. Cuando la criminalidad se convierte en un costo operativo más, la rentabilidad disminuye, la expansión se frena y las decisiones se postergan. Es un efecto silencioso, pero contundente. Ningún país puede sostener su crecimiento cuando la violencia empieza a alterar la lógica empresarial.
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Lo más desconcertante es que las autoridades parecen no haber comprendido la magnitud del problema. Desde el Ejecutivo hasta los gobiernos locales, pasando por el Congreso y el sistema de justicia, la respuesta ha sido improvisada, fragmentada y, en ocasiones, meramente simbólica. La prohibición de que dos personas circulen en motocicleta es solo un ejemplo. Se trata de una medida que se presenta como solución, pero que no resuelve nada, que no se fiscaliza adecuadamente y que desvía la atención de las reformas institucionales urgentes que el país necesita.
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Parte del problema radica en una visión equivocada del fenómeno. El presidente en funciones ha señalado recientemente que “lo pasado quedó atrás”, insinuando que el origen del problema es irrelevante y que solo importa actuar hacia adelante. Sin embargo, desde una perspectiva de política criminal, esa afirmación es conceptualmente errónea. Ningún país ha superado una crisis de seguridad sin comprender primero las causas que la generaron. Así lo demuestran experiencias como la de Irlanda del Norte, España o Colombia, donde solo se avanzó cuando se reconoció la necesidad de entender las raíces históricas, sociales, institucionales y económicas del conflicto.
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Un apreciado profesor irlandés —recientemente fallecido— solía insistir en clase que los problemas complejos requieren diagnósticos igualmente complejos. En el Perú, las raíces de la inseguridad son múltiples: corrupción arraigada, ausencia de autoridad efectiva, informalidad persistente, debilidad estructural del sistema de justicia y provisionalidad de fiscales y jueces. Cada uno de estos factores alimenta, de manera distinta, el crecimiento del crimen organizado. Mientras no se entiendan en conjunto, cualquier intento de política pública será meramente reactivo.
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Para las empresas, este diagnóstico no es teórico; tiene consecuencias prácticas. Las interrupciones en operaciones logísticas, los ataques a unidades de transporte, el hostigamiento a proveedores locales y la extorsión a trabajadores ya forman parte de la evaluación de riesgos. Algunas compañías están optando por limitar su presencia en ciertas zonas, otras han suspendido proyectos y otras están reconsiderando su plan de inversiones. Esta realidad, aunque muchas veces no se comenta abiertamente, es conocida por gerentes generales, directorios y departamentos de gestión de riesgos.
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La solución pasa por asumir que la criminalidad no se combate con ocurrencias ni con discursos, sino con instituciones sólidas, inteligencia operativa y una estrategia de largo plazo. El sector privado puede colaborar y aportar información, pero no puede —ni debe— reemplazar al Estado.
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Al final, la seguridad no es un tema policial: es un pilar económico. Un país donde la violencia crece, donde los ciudadanos sienten miedo y donde las empresas enfrentan costos adicionales imprevisibles es un país que pone en riesgo su propio futuro.







