CAMBIOS. La semana pasada, el Congreso aprobó en una primera votación la reforma constitucional que propone convocar a nuevas elecciones generales en abril del 2024 y recortar consecuentemente hasta ese mismo año los mandatos del Ejecutivo y Legislativo elegidos en el 2021. La idea de aprobar este adelanto para el 2024 y no para el 2023, como parte de la ciudadanía pedía, es que efectivamente organizar elecciones el próximo año hubiese implicado hacerlo prácticamente con la misma oferta política del 2021 (menos los partidos que perdieron su inscripción) y con las mismas reglas. No solo hubiese sido imposible aprobar antes cualquier reforma política, sino que tampoco se hubiese podido implementar otra reforma ya aprobada: las elecciones primarias (que implican que ya no serán las cúpulas de los partidos quienes designen a dedo a los candidatos, sino que estos serán seleccionados directamente por la ciudadanía).
El plazo del 2024, en cambio, pese a ser más impopular, sí permitirá tanto implementar las primarias como dar algo más de tiempo para que se inscriban nuevos partidos y que el Congreso pueda discutir y aprobar otras reformas. ¿Pero cuáles deberían ser esas reformas? Sin duda, hoy existen varios aspectos de nuestro sistema político que cabe revisar a fondo, como han sugerido varios académicos: la división del Congreso en una o dos cámaras, los mecanismos de elección presidencial y congresal, las reglas de vacancia presidencial y disolución del Congreso, la regulación sobre los partidos políticos, la selección de miembros del TC, etc.
Sin embargo, este período de transición no parece ser el más propicio para que este Congreso apruebe grandes reformas de fondo, sobre todo considerando su bajo nivel de aprobación. Lo ideal, más bien, sería determinar cuáles son los cambios más urgentes y con mayor probabilidad de generar más estabilidad política a mediano plazo. Podría pensarse, por ejemplo, en medidas como plantear elecciones generales y ya no solo congresales ante un cierre del Congreso o la vacancia de un presidente y sus vicepresidentes, lo que elevaría nuevamente el costo político de utilizar irresponsablemente estos mecanismos. O quizá en separar la elección congresal de la presidencial, para evitar que la primera sea en gran medida el resultado de un “voto arrastre” de la segunda.
Más allá de cuáles sean las reformas que finalmente se aprueben, será crucial que el Congreso entienda la importancia de buscar que estas cuenten con legitimidad ante la ciudadanía. De lo contrario, será mucho más difícil que todo este proceso pueda llevarnos realmente a una solución.