AMLO. El pasado viernes 17 de febrero, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, sorprendió a propios y extraños al decidir unilateralmente que su país no le entregaría la presidencia de la Alianza del Pacífico al Perú, pese a que esta es rotativa y a que, según las reglas de dicho organismo, tras culminar el período de México tocaba encargarle este cargo a nuestro país. Según el propio López Obrador, lo que justificaría esta medida es que a él no le parece que debiera entregársele la presidencia de la Alianza a un Gobierno que él considera “espurio”.
Ya antes nos habíamos pronunciado en esta página criticando la irresponsabilidad de los Gobiernos extranjeros que, desde un inicio, se han negado a reconocer que Pedro Castillo dejó el poder como consecuencia de haber intentado cometer un golpe de Estado, aun cuando su discurso golpista está literalmente colgado en internet (ver Editorial del 30/01/2023). En esto último han incurrido no solo López Obrador, sino también los mandatarios de Colombia y Honduras (y, menos directamente, también los de Argentina, Bolivia y la canciller de Chile). Sin embargo, la decisión de López Obrador de pasar de la crítica a la acción, al negarse a cumplir las reglas de un organismo multilateral como estrategia de presión política, implicó escalar el conflicto a un nuevo nivel.
De hecho, en respuesta, a fines de la semana pasada el Gobierno anunció el retiro definitivo del embajador peruano en México. Si bien es posible considerar que esta ha sido una decisión radical y finalmente perjudicial para los intereses de ambos países, había pocos otros caminos para responder con la contundencia necesaria ante una afrenta diplomática tan grave como lo hecho por López Obrador con la Alianza del Pacífico.
Quizá lo más llamativo de todo, sin embargo, es el contraste que se hace evidente al comprobar que se trata del mismo mandatario que, también durante la semana pasada, ha hecho contorsiones olímpicas para evitar llamar dictador y criticar directamente al dictador nicaragüense Daniel Ortega, luego de que este despojara arbitrariamente de su nacionalidad a más de 300 opositores. ¿Por qué el presidente mexicano sí se atreve a utilizar adjetivos y a arriesgar relaciones diplomáticas en un caso y no en el otro?
Con las acciones de López Obrador, lo único que demuestra ser realmente espurio es su compromiso con cumplir las reglas de juego cuando estas ya no le gustan. Una debilidad que, de hecho, comparte con Castillo. Y que probablemente explica el porqué de su afinidad.