Lamentablemente, el actual Parlamento ya no causa sorpresa cuando aprueba iniciativas peligrosas y que, lejos de hacer algo por solucionar la crisis política, terminan por agravarla y generar aún más rechazo en la población. Lo que, tarde o temprano, termina siempre expresándose en protestas ciudadanas, paros o en una mayor votación por alternativas autoritarias y “antisistema” en las elecciones que siguen.
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Los cambios aprobados la semana pasada en primera votación al Código Procesal Constitucional, no obstante, merecen un llamado de atención especial. Y es que realmente son pocos los casos en que resulta tan evidente que un organismo del Estado está abusando de su poder para obtener un beneficio político de corto plazo, sin preocuparse por el precedente que está dejando hacia futuro.
Entre otras modificaciones –que ameritan más comentarios críticos de los que es posible hacer en este espacio–, el Congreso ha determinado que ahora la votación necesaria para que el Tribunal Constitucional (TC) tome decisiones en los procesos competenciales se reduzca de 5 a 4. Pero lo que ha llamado más la atención es que lo ha hecho estableciendo también que esta nueva regla aplicará no solo de aquí en adelante, sino también en los procesos actualmente en curso. Lo que incluirá, por su puesto, el proceso competencial que actualmente viene llevando el Congreso vs. el Poder Judicial, algo completamente irregular.
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Por si lo anterior fuese poco, el Congreso también incluyó otros cambios que buscan extender su poder de forma que no pueda ser cuestionado, como sí pueden serlo los otros poderes del Estado y el resto de organismos constitucionales. Concretamente, se ha previsto que el Poder Judicial deba rechazar de plano cualquier acción de amparo que busque cuestionar designaciones, remociones de funcionarios, y sanciones por juicios y antejuicios políticos. Es decir, se pretende que las acciones del Congreso queden totalmente exentas de control, contrariamente a lo que ya ha establecido la propia jurisprudencia del TC.
La encuesta de Ipsos publicada ayer, en la que el Congreso alcanzó un récord histórico de impopularidad (88%), es una señal que los legisladores deberían tomar más en serio. La realidad, no obstante, es que una mayoría de congresistas ha dejado de darle importancia, ya desde hace tiempo, a las opiniones que generen sus acciones.
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Maniobras tan burdas como esta merecen el repudio firme y contundente de quienes quieren poner freno al conflicto político y al cortoplacismo. No solo restan aún más la confianza de la gente y del mundo en nuestra democracia, sino que con cada medida perniciosa que toman, el eventual camino de vuelta a una recuperación se ve cada vez más lejano.