
Escribe: Patricio Valderrama-Murillo, experto en fenómenos naturales
Lima vive con la ilusión de que “no pasa nada”. Pero su historia dice lo contrario. El último gran sismo que golpeó directamente a la capital fue el 24 de mayo de 1940 (M 8.2), con centenares de fallecidos y miles de heridos; antes, el referente extremo es el 28 de octubre de 1746 (M 8.6–8.8) que arrasó Lima y el Callao y generó un tsunami devastador. Ambos recuerdan que el silencio sísmico no es seguridad: es acumulación de energía.
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A nivel nacional, los “grandes” recientes refuerzan la alerta: Arequipa–Moquegua 2001 (M 8.4) con tsunami y daños extensos; y Pisco 2007 (M 8.0), que dejó 595 fallecidos, más de 58 mil viviendas destruidas y 103 hospitales afectados. Son postales de lo que un megasismo podría replicar en una Lima más densa, vertical y con servicios críticos concentrados.

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¿Qué significaría hoy un evento mayor bajo el contexto político actual? El Ministerio de Economía y Finanzas estima, sobre la base de estudios del BID y el Banco Mundial, que un sismo severo en Lima y Callao (probabilidad anual de excedencia 0.1%) podría causar pérdidas superiores a US$ 72 mil millones, considerando propiedad privada e infraestructura. Recordemos que Lima y Callao concentran ~44% del PBI: un shock ahí no es sectorial; es macroeconómico y fiscal. En un escenario de fragmentación política, rotación de autoridades y presupuestos tensos, la capacidad de coordinar respuesta, reconstrucción y continuidad de servicios se vuelve el cuello de botella.
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Hay avances, sí, pero no alcanzan.El Perú creó una estrategia de protección financiera (Cat DDOs por US$ 500 millones acumulados desde 2010–2015) y participó en el bono catastrófico de la Alianza del Pacífico que aseguró US$ 200 millones contra terremotos vía gatillo paramétrico. Son liquidez y puente, no sustitutos de prevención ni de seguros masivos para infraestructura y vivienda. La verdad incómoda: el efectivo disponible tras el desastre cubriría una fracción mínima de un choque de decenas de miles de millones.
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La ciencia también ha planteado escenarios extremos para nuestra metrópoli (sismo M 8.8 con tsunami). No se trata de alarmar, sino de priorizar: reforzar hospitales, puentes y plantas de agua potable; ordenar el parque escolar; aseguramiento y retrofit del stock de vivienda autoconstruida; y gobernanza metropolitana real para emergencias (Lima–Callao–ATU–Sedapal–DISA) con protocolos únicos y tableros en tiempo real. Cada dólar en reducción del riesgo y cumplimiento sísmico evita múltiples dólares en pérdidas y reconstrucción, y—más importante—salva vidas.
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El camino práctico está claro incluso en política turbulenta: (1) O se cumple la norma o no se inaugura (edificaciones esenciales con certificado estructural y plan de continuidad); (2) escuelas y hospitales primero (refuerzo acelerado y seguros obligatorios); (3) agua y energía blindadas (anillos de redundancia, equipos críticos asegurados, contratos de respaldo); (4) simulacros con logística (no solo evacuación: prueba de radios, llaves maestras, rutas para ambulancias y protocolos con concesionarias); (5) finanzas pre-aprobadas (líneas contingentes y compras marco para no frenar por trámites). La pregunta no es si habrá un gran sismo, sino cómo nos encontrará.
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Lima ha crecido sin perder su riesgo. La política puede debatir casi todo, menos la física de la subducción. Prepararse cuesta; pero no prepararse destruye. Y en una capital que mueve casi la mitad del PBI, la resiliencia sísmica no es un tema técnico: es política económica en estado puro.







