
Escribe: Hugo Sánchez Casanova, director Qlever ERP
En el universo de las pequeñas y medianas empresas, hay un punto en el camino donde el éxito se vuelve una trampa. El empresario que levantó su compañía desde cero, que sobrevivió al caos de los inicios, descubre de pronto que ha construido un sistema que depende enteramente de él. No hay proyecto, venta ni decisión que no pase por sus manos. Su teléfono no deja de sonar, su agenda nunca se vacía. Y aunque las cifras crecen, las utilidades no siempre lo hacen al mismo ritmo.
La paradoja es común: lo que alguna vez fue virtud —el control absoluto, la omnipresencia, la rapidez— se convierte con el tiempo en un obstáculo para seguir creciendo. El fundador, antes héroe solitario, se transforma en el cuello de botella de su propia organización. La empresa se vuelve una extensión de su agenda, no un organismo con vida propia.
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¿Por qué ocurre? Porque el liderazgo que sirvió en la génesis de la empresa no basta cuando esta madura. En los inicios, el control centralizado era casi inevitable: no había estructura, los recursos eran escasos, y cada decisión exigía inmediatez. Pero el mismo modelo que permitió sobrevivir se vuelve insostenible cuando la escala cambia. Un error de cinco mil soles puede absorberse; uno de quinientos mil, no.
Dar el salto exige algo más que ambición: demanda transformación. Crecer implica construir una estructura que trascienda al fundador, incorporar directivos capaces de tomar decisiones y asumir responsabilidades. No se trata de multiplicar tareas, sino de orquestar talentos. La metáfora es inevitable: el empresario debe dejar de ser el hombre orquesta que toca todos los instrumentos y convertirse en el director que hace que su equipo interprete la sinfonía.
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Peter Drucker decía que “la estrategia es una mercancía, pero la ejecución es un arte”. Y la ejecución depende, inevitablemente, de las personas. Jim Collins lo resumió con precisión: “no se puede crecer más rápido de lo que se puede formar a quienes sostendrán ese crecimiento.” Sin líderes intermedios capaces, el crecimiento no tiene cimientos.
Formar ese equipo exige, sin embargo, un cambio de mentalidad. En primer lugar, pasar del control “previo” al “posterior”: no se trata de autorizar cada movimiento, sino de evaluar los resultados. Las herramientas digitales han hecho posible una supervisión inteligente, basada en datos en tiempo real, no en la presencia física ni en la desconfianza.
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El segundo paso es cultivar una cultura. La cultura es lo que ocurre cuando el líder no está: las decisiones espontáneas, los comportamientos naturales, las pequeñas elecciones que definen el carácter de una organización. Crecer implica alinear valores, propósito y disciplina. La cultura, en su sentido más profundo, es lo que sostiene la coherencia del crecimiento.
Y el tercero: desarrollar pasión por los datos. La intuición es útil para abrir caminos, pero la objetividad evita los tropiezos. Lo que no se mide, no se mejora. Las empresas que aprenden a leer su propia información con honestidad avanzan con más claridad que aquellas que prefieren esconder sus errores bajo la alfombra.
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Pasar de Pyme a grande no es una cuestión de tamaño, sino de evolución. Es un proceso de transformación que empieza por quien lidera. Requiere coherencia, paciencia y constancia. Cada avance suma, cada incoherencia resta. Y cuando la rueda del cambio empieza a girar, detenerla es perder la inercia que tanto costó generar.
Al final, ninguna gran empresa se construye en solitario. La orquesta necesita músicos, la música necesita una partirura y la sinfonía -la ejecución- necesita una buena dirección. El verdadero liderazgo, el que transforma, consiste precisamente en eso: en dejar de tocar todos los instrumentos y aprender a dirigir la sinfonía.








